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  Una tarde cualquiera, –suponiendo que una tarde mágica, con nubes doradas flotando sobre las casas y un rubor rosado en el cielo pueda llamarse una tarde cualquiera- paseaba por el barrio de Palermo sin rumbo fijo. Casi sin darme cuenta doblé por la calle Julián Alvarez, y me encontré frente a las columnas de la Colectividad Helénica. ¿Cuántos años pasaron desde que fui alumno de la Escuela Idiomática Griega?  Mejor no hacer cuentas. Dudé un momento antes de empujar el portón de reja, pero al hacerlo oí gritos de niños, y conversaciones graves de adultos que reían y se saludaban. Billi vino a mi encuentro.
-¡Apurate, que kyría Uranía te está buscando!
-¿Dónde está?
-¡En la iglesia, ya tiene lista tu ropa de soldado griego! ¿Pero dónde te habías metido?
   No contesté, porque sabía que estaba en falta, y me apresuré a entrar a la iglesia, donde ya todos se estaban cambiando. Me puse camisa de raso y un alado chaleco azul; las piernas enfundadas en calzas blancas y ligas con pompón, pero no encontraba la pollera con tablillas; anduve por la iglesia en paños menores, muerto de vergüenza, mientras las chicas se ajustaban gruesos cintos de cuero que marcaban sus incipientes formas de mujer. Esperé en un rincón hasta que kyría Uranía encontró la prenda correspondiente a mi tamaño entre un montón de uniformes traídos de Grecia. Una vez puesta la pollera de tablillas blancas, sólo tuve que calzarme los zapatos con pompón y cubrirme la cabeza con el fez; entonces adquirí la dignidad de los héroes griegos, Canaris, Miaoulis, Kolokotronis.
   Por las ventanas en arco se veía el cielo azul; y uno podía pensar que estaba a orillas del Egeo al ver las jóvenes con sus chaquetas de terciopelo rojo y faldas de raso celeste practicando saltos de baile. Salimos por el patio lateral de la iglesia –donde vivía kyr Giorgi- hacia el salón de actos, donde esperaban los padres orgullosos de ver a sus hijos representando los próceres de la Madre Patria.

   El acto había terminado. Nuestro director Papakyriakópulos, -de quien todos los veranos se decía que se había ahogado en Mar del Plata, no, pero esta vez es cierto, se ahogó- fue entregando a cada uno su diploma de egresado. El Kyrie, como le decíamos, gastaba amplios anteojos oscuros, a imitación de Onassis. Tenía una varita –llamada Panayota- con la cual castigaba a los “lieros”; un golpe seco en la punta de los dedos reunidos, en invierno, dolía más de cinco minutos. Hubo un discurso emocionado de kyría Uranía –ella también usaba gafas oscuras-, entrega de premios, golosinas y turrones Georgalos para todos.
   Los chicos nos desbandamos en corridas, era el último recreo y, por eso mismo, el más excitado y frenético. Jugábamos a las escondidas entre los mayores que charlaban en el patio, ocultándonos tras los tapados de nutria y astrakán de las señoras distinguidas. A veces arrancábamos algunos pelos, o los quemábamos con velas robadas de la iglesia. Ningún reto valía, era el final de las clases. Las chicas se abrazaban y lloraban, despidiéndose. Ya nada sería igual. Empezaba nuestra adolescencia, y cada uno tenía marcado un camino. En esa hora de los supremos adioses, yo presentía el mío: era un camino escabroso, no frecuentado por nadie, preñado de crímenes eróticos y peligros.
   Las compañeras lloraban, algunos varones –ignominia- lagrimeaban también. Yo callaba, repentinamente sereno. En adelante, mi vida se conjuraba bajo el signo del silencio.








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