Aldo y yo iniciamos
una serie de experimentos tendientes a comprobar la capacidad de supervivencia
de los insectos. El primero iba dirigido contra las hormigas: metimos unas
cuantas en un largo y fino tubo de ensayos lleno de agua y sellado con un
tapón. Nos entreteníamos viendo cómo las hormiguitas nadaban valientemente
hacia la burbuja de aire en un extremo, pero antes de llegar, dábamos vuelta el
tubo, y a nadar hacia el otro lado, donde ahora estaba la burbuja. Nos vimos
obligados a repetir el procedimiento no menos de diez veces, hasta acabar con
la resistencia de aquellos tenaces insectos. Por fin, las hormigas quedaron
inertes en el líquido, demostrando no ser peces.
Nuestro segundo
experimento consistió en comprobar los efectos del alcohol sobre las arañas
(éstas no son insectos, pero consideramos justo no discriminarlas: tenían
derecho a contribuir al progreso de la ciencia). Localizamos una bastante
grande, caminando por el vano de la ventana; vertimos sobre ella una gota, y he
aquí que la araña se desplomó en el acto, confirmando su aversión a las bebidas
alcohólicas. Propuse a Aldo revivirla con coca-cola, mas no contábamos con
dicho elemento adentro del Colegio. El éxito del experimento nos motivó a
proseguir nuestras investigaciones.
Los días siguientes
pudo vérsenos apartados de los compañeros, estudiando diligentemente toda
rajadura o grieta en el zócalo del patio en busca de arañas. Por fin dimos con
una mediana, color verde oscuro: la bañamos en alcohol y quedó paralizada. Mas
pronto renovó su andar, como si nada. Nos sentimos estafados; el espécimen no
respondía al experimento de la manera prevista. Le echamos varias gotas, pero
ella seguía incólume, levantándose cada vez y prosiguiendo tan campante su
camino.
Llegó a un rincón
donde había otras arañas; con gran diligencia las rociamos en alcohol, y todas
revivían a los pocos segundos. ¿Tal vez el alcohol no era puro? Busqué en mi
bolsillo una caja de fósforos (no estaba allí por casualidad) y prendí fuego a
una araña: no se volvió a levantar. Repetimos el tratamiento con las demás,
pero fuimos descubiertos por un preceptor y llevados a la rectoría, con el
resultado de veinte amonestaciones para cada uno, y la amenaza de expulsión si
incurríamos de nuevo en maltrato a seres vivos. Ese día, la ciencia perdió a
dos investigadores de nota...
Mi sociedad con Aldo
no había de disolverse sin dar un fruto más. Amedrentados por las autoridades,
decidimos dedicarnos a menesteres más constructivos. Yo era un incipiente
bibliófilo, y tuve el capricho de hacer un libro propio. Me refiero no a
escribirlo, sino a hacerlo, en el sentido más prosaico del término. Plegué y
corté papeles para obtener páginas de apenas cinco por cinco centímetros; luego
las pegué y encuaderné con tapas de cartón sobredorado (Aldo me prestó un
marcador importado de tinta símil oro). El resultado me satisfizo, pero había
un problema: el libro estaba vacío.
Decidí llenarlo con
dibujos, o mejor dicho, con un solo dibujo desplazable en cada página.
Obtendría así un efecto de movimiento al pasar rápidamente las hojas, como en
los dibujos animados. Me puse a la tarea, dibujando una bicicleta ligeramente
corrida cada vez; el efecto, al hojear con velocidad, fue estupendo: ¡la
bicicleta pasaba de un extremo al otro de la página como un bólido!
Alentados por el
éxito –y la suba de nuestra popularidad entre los compañeros, gracias al
librito- pusimos en marcha una pequeña industria editorial de libros en
miniatura, llenos con dibujos animados. Unos ojos que se abren y cierran, una
caricatura de hombre persiguiendo a una caricatura de mujer –y alcanzándola al
final-; una mosca volando en espiral –el efecto mejor logrado-, un auto cuya
puerta se abre para dejar entrar a una persona, luego se cierra y parte –este
nos llevó el doble de papel-; una casa que se derrumba... con tal proliferación
de ideas y realizaciones, descuidábamos los estudios, y nuestras notas iban en
picada. Poco nos importaban las matemáticas o el latín, ya nos veíamos
trabajando para Disney.
No sé en cuál
momento tuve la idea que había de arruinar tan floreciente industria. Tal vez
fue por sugerencia de Aldo, ya no lo recuerdo bien. En todo caso, a mí me pareció excelente, y puse
manos a la obra. Se trataba de un pene apuntando para abajo al principio, luego
enderezándose y creciendo hasta llegar a una erección perfecta. La secuencia de
dibujos producía una impresión dinámica en el observador.
El librito circuló
entre los compañeros –y las compañeras- durante un tiempo, hasta que un día
–adivinen- apareció en manos del celador. No dejó de reírse, pero cuando supo
quiénes éramos los autores, lo quemó, para evitar que la amenaza de expulsión
pendiente sobre nosotros se cumpliera. Así terminó, entre las llamas, nuestro
emprendimiento editorial. Quizás fue por maldición de las arañas...
En tercer año ya no
había torneo de fútbol entre divisiones, por suerte. Ahora entrábamos en el
torneo superior para selecciones de tercero, cuarto y quinto. Cada año tenía un
equipo para el turno mañana, y otro para el turno tarde. Yo entré en el
combinado de Tercero Tarde junto con Di Lorenzo, el Negro López, Nelson Feldman
–compañeros míos de tercero- y varios de la Séptima. Como 9 era
muy inferior a García Mantel, así que me pusieron de 4. Ese puesto no me
gustaba, cuando me cansaba de correr al puntero contrario, lo bajaba de una
patada. Junto con Nelson conformábamos una defensa “dura”, queríamos hacernos
respetar por los de cuarto y quinto, mayores que nosotros.
Pero el duelo
nuestro era con Tercero Mañana, nuestros archienemigos. Aún recuerdo ese
enfrentamiento épico: arrancamos perdiendo 3 a 0, pero un par de gambetas mágicas de
García Mantel pusieron la cosa 3
a 2. Yo tenía muchos problemas con el puntero izquierdo
de ellos, un taponcito macizo como Maradona. Cuando corríamos a la par, no
tenía cómo cuerpearlo, porque su hombro estaba más abajo, y así se la llevaba
siempre, creando peligro para nuestro arco.
Era el momento de
nuestra reacción, y el capitán, Héctor Garrone –un muchacho de excelente físico
y gran corazón- nos animaba al grito de “¡Vamos Láiones!” –así llamaba él al
equipo. Cuando más apretados los teníamos, vino un pelotazo largo para mi
sector. El nefasto 11 se puso en marcha, viendo que yo no anticipaba el pique,
y la pelota me pasaba. Aún recuerdo el lamento del Negro López: mi lentitud
echaba a perder el ataque, regalando un peligroso contragolpe al rival. Pero yo
corría hacia mi arco midiendo el pique, y lanzándome al aire rechacé la pelota
de chilena. A mi lado pasó el 11
a la carrera, buscándola en vano. Fue a parar a los pies
de García Mantel, quien desacomodó a la defensa rival y puso el centro para el
gol del empate. ¡3 a 3!
Alberto prendió un cigarrillo y miró la
calle a través de la vidriera del bar.
-¿Vos creés algo de lo que escribe este tipo?
Oscar tomó un trago
del capuccino antes de contestar con un gesto escéptico.
-Ni la mitad.
-Yo no sé, para mí le da la misma importancia a lo soñado y
lo vivido, mete todo en la misma bolsa.
-Sí, se toma demasiada libertad. Eso del alienígena es puro
verso.
-Ahí tenés. Un personaje que él ve y los demás no. Tendría
que respetar el criterio de la mayoría, si la gente no lo ve, él no puede
hablar de eso.
-Me parece haber leído a un psicólogo que hablaba de los
chicos que tienen un Compañero Invisible. Para ellos es real.
-Miralo, ahí va con su cuaderno. Para él la literatura es
anotar todo lo que pasa por su cabeza y deja alguna impronta.
-Bueno, pero algo de razón tiene. Porque los hechos solos no te dicen nada, son los pensamientos y fantasmas de uno, las impresiones subjetivas, lo que da color a la vida. Pero habría que distinguir.
-Sí, habría que distinguir, y él no lo hace.
-Así y todo, la historia me interesa, no es una estudiantina más.
-Bueno, pero algo de razón tiene. Porque los hechos solos no te dicen nada, son los pensamientos y fantasmas de uno, las impresiones subjetivas, lo que da color a la vida. Pero habría que distinguir.
-Sí, habría que distinguir, y él no lo hace.
-Así y todo, la historia me interesa, no es una estudiantina más.
-No. Es otra cosa... siento algo por debajo de lo que está
contando, como una corriente subterránea.
-Yo también lo siento... ¿y sabés qué? Creo que lleva a una
catarata.
-En conclusión, no voy a dejar de leer el libro hasta el
final.
-Yo tampoco.
Así fue
transcurriendo el tercer año, con más duras que maduras para mí. No daba pie
con bola en el estudio, y sufría la privación de ver los ojos que, como San
Juan de la Cruz ,
tenía “en las entrañas dibuxados”. Mi amada llegó a ser tan impersonal como la
dama del ajedrez cuya aparición fulminó a los reyes negros. Yo me sentía como
uno de esos reyes, muerto de amor, y sin el consuelo de la exclusividad, pues
no era el único en recibir la dulce herida. Destino cruel el mío, ser un NN del
amor... una muesca más en el arco de Cupido.
La división de ella
ocupaba un aula en otro piso, de modo que ya no nos encontrábamos ni siquiera
en el recreo. Mis ensueños se hicieron vagos, faltos de una presencia viva y
fresca que los inspirase. Hacia el final de las clases no podía definir los
rasgos de Luzbela en mi imaginación. Ese año tuve promedio insuficiente en
Dibujo y Matemáticas, y fui aplazado en Latín.
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