En el Campo de
Deportes se organizaban campeonatos de fútbol los sábados. Nuestro equipo (la Octava ) era altamente
competitivo. Estaba conformado por el
gordo Pera al arco (cuando alguien se burlaba de su papada, el gordo salía
airosamente del paso replicando al impertinente “es la papada de Neruda”).
Luego, en defensa, sólo recuerdo a Menalled: era éste un muchacho cabezón,
bajito, que corría desequilibrado como un bebé. En el mediocampo, nuestro
jugador estrella: Miguel Di Lorenzo (su hermano llegó a jugar como profesional
en Italia). Adelante, Terraciano, puntero, y yo, como centrofoward.
Consideré que este
equipo tenía posibilidades de salir campeón en el torneo de 1°. Con gran
entusiasmo elegimos nuestra camiseta, celeste y blanca, como la selección
argentina. ¿Sería un presagio? Teníamos perfectamente definida nuestra
estrategia de juego: los rivales no dispondrían de la menor oportunidad.
La primera fecha del
torneo me extrañó encontrar sólo tres o cuatro compañeros al llegar al Campo.
¿Y los demás? Nadie sabía nada. A último momento aparecieron el gordo Pera y
Salinger –ahora lo recuerdo-, con ellos completamos los siete jugadores mínimos
para no perder los puntos.
Bueno, dijo Di
Lorenzo sombrío, a jugar. Entramos a la cancha sintiéndonos desnudos; los
rivales eran once, todos bien plantados, con botines y canilleras (¿de dónde
las sacaron?). Yo miré mis zapatillas blancas y mis medias de vestir; me sentí
ridículo.
Empezó el partido, y en la primera acción nos
hicieron un gol. ¿Cómo era posible? No había tocado todavía la pelota. Salinger,
el más entusiasta, nos animó a todos con palmas. ¡Vamos, vamos! Corrí hacia la
punta, proyectándome, pero no me llegó el pase. Los de la mañana la tenían otra
vez. El diez de ellos intentaba una gambeta ante la firme marca de Menalled.
Nuestro compañero quitó la pelota limpiamente -¡bien, Mena!-, se frenó y la
envió rodando despacio a las manos del arquero… ¡oh, no! Pera tenía manos de
manteca, la pelota pasó y fue gol en contra, con caño incluido. La moral del
equipo se fue a pique, Salinger ya no aplaudía más. Seguimos jugando como
autómatas, recibiendo un gol tras otro.
La cuenta llegó a
diez, como en el boxeo, pero no estábamos noqueados aún. En el último minuto
recibí una habilitación perfecta de Di Lorenzo, corrí solo hacia el arco
contrario, el arquero salió… y con un derechazo furibundo le perforé la red: 10 a 1.
La vida en el
Colegio continuaba como si tal cosa, ajena al tumulto de mis sentimientos. Yo
no estudiaba mucho, me limitaba a tomar apuntes en clase, y luego los repetía
al ser interrogado, obteniendo con ello buenas calificaciones.
Una vez llevé este
método al extremo: la profesora de latín nos había mandado leer la Eneida , obra que yo
entonces no apreciaba, por considerarla una Ilíada de segunda. Algunos
compañeros intentaron valientemente internarse por sus miles de alejandrinos,
pero desistieron desmoralizados. Era una empresa imposible, como subir al
Everest descalzo; el texto de Virgilio se erguía como una mole ceñuda en
nuestro horizonte, y el examen se acercaba ominosamente.
“Lo que no se puede
desatar, se corta”, tal la sentencia de Alejandro Magno ante el nudo gordiano,
que deshizo con su espada; así, pues, vista la imposibilidad de acometer ese
mamotreto, decidí intentar un truco. Había en la biblioteca del Colegio una
edición de la Eneida
en prosa –buena manera de quitarle al libro su único encanto, a saber, el del
verso bien construido- una edición, digo, donde cada capítulo era encabezado
por un breve resumen, a la manera de los trágicos griegos para escolares. Yo me
limité a leer esos resúmenes de pocos renglones, y con ello consideré terminado
mi estudio de la Eneida.
Con mi mejor cara
de piedra me presenté al examen, que tenía aterrorizados a mis compañeros: eché
en una parrafada los resúmenes y lo poco que recordaba haberle oído en clase a
la profesora, entregué la hoja y salí. Pasó toda una semana sin novedad, pero
la clase siguiente había una gran expectativa por las notas del examen, y
muchos nervios. Todos nos sentíamos en falta, no era para menos.
La profesora llegó,
infalible –nunca cambiaba de peinado, “a la escupida”, según la feliz expresión
de un compañero- y procedió solemnemente a leer las notas.
-Andahazi…3; Steinberg…3; Shua…1,50; Martínez…2; Mirabel… (aquí todos contuvimos la
respiración: si esta nota era baja, los demás quedábamos condenados) Luz
Anabela Mirabel…4; silencio, alumnos… Valenzuela…0; Piglia…1; Charalambous…10;
¡silencio! Es el único que entendió la Eneida … Mairal…0,75; Kohan...0,25; …
Los compañeros
estaban atontados por la seguidilla de aplazos, tanto que apenas creyeron en la
realidad de mi calificación. Ese diez les resultaba inesperado como un
meteorito, recayendo sobre el alumno equivocado; pero no cabían dudas, la
profesora lo había confirmado. A fin de cuentas, yo era el único poeta de la
clase.
Apenas puedo
describir mis sensaciones cuando formados de a dos, subíamos las escaleras hacia
el tercer piso, para experimentar en los laboratorios de Física y Química. Las
piernas de mis compañeras eran visibles en todo su esplendor bajo las faldas
grises, que usaban atrevidamente cortas. Una vaga felicidad embargaba mi pecho
entonces, como una promesa cierta del Paraíso aquí mismo, en esta vida.
Alguien había hecho
correr la versión de que Luzbela usaba una bombacha especial, con la cara de un
gato bordada en el trasero. En plena ascensión, nos tirábamos al piso para
confirmarlo, pero no podíamos ver tanto.
Entretanto, el
secreto a voces corría, descontrolado. Se decía que el gato tenía un agujero
por boca, bien hundido entre las nalgas. Sin duda Luzbela estaba preparada para
el amor, sin necesidad de quitarse el uniforme.
Yo encontraba
natural que así fuese, ya que ella toda, desde la cabellera sedosa y como
llovida sobre la cara hasta los talones, pasando por la curva cimbreante del
cuerpo, estaba hecha para el amor.
Y una pizca de
perversión asomaba en esos relatos, propia de ella o prestada por nosotros, ya
no lo sé. Lo cierto es que se había convertido en un ejercicio desvergonzado el
tirarnos al piso con cualquier excusa –la más habitual era recoger una lapicera
dejada caer a propósito- para atisbar las piernas de Luzbela en busca de la
mitológica bombacha.
No era fácil
alcanzar el ángulo de visión adecuado para salir de dudas, guardando las
apariencias. Quien mejor lo hacía era Mauro Moure, en virtud de su carácter
histriónico que le ganaba la risa de Luzbela y el permiso para hacerlo de
nuevo. Sin embargo, pese a sus mejores esfuerzos, no había logrado su objetivo,
y todos nos debatíamos en la ignorancia.
Hay que entender que
para nosotros era más importante saber un secreto íntimo de Luzbela, que
adivinar quién construyó las pirámides.
A medida que se
acercaba el final de las clases, una laxitud nos invadía, impidiéndonos
concentrarnos en el estudio. El aula tenía amplios ventanales que daban al
patio, y junto a ellos había canteros con flores, cuyos efluvios eran mensajes
de amor que nos hacía llegar la primavera.
Acodados en nuestros
pupitres mirábamos de reojo a las chicas, mientras tomábamos nota de una árida
lección sobre ecuaciones o geometría en el cuaderno.
Los márgenes de las
hojas delataban nuestra distracción, al correr de los minutos iban decorándose
con dibujos, corazones y leyendas, mudo testimonio de la incapacidad humana
para soportar largo rato la abstracción.
Una de esas tardes
en que nos sentíamos abrumados por el desgano, llegó el celador a darnos una
buena noticia: el profesor de historia no podía venir, teníamos hora libre.
Alguien trajo una guitarra del salón de música, y toda la división se reunió
como en un ritual para sentir sus acordes, que expresaban el canto de un solo corazón
juvenil.
Yo había quedado
detrás de mis compañeros, no podía ver al ejecutante, de modo que di un rodeo
para ubicarme mejor. Entonces observé que Luzbela estaba de rodillas sobre su
banco y con el torso volcado sobre el pupitre de atrás, absorta en la música.
De inmediato comprendí que era ésta la oportunidad para verle la bombacha sin
ser advertido.
Me deslicé bajo su
pupitre sin hacer ruido hasta que mi cabeza estuvo junto a sus zapatos, y luego
miré hacia arriba: la visión que tuve fue tal, que sentí vértigo… un culo
soberbio, completamente desnudo bajo la media de seda enteriza que torneaba
unos muslos perfectos… quedé viéndolo deslumbrado, como el santo en éxtasis
atisba el cielo a través de una vorágine de ángeles… por un momento sentí la tentación
de morder esa carne divina, pero renuncié al sacrilegio y me retiré mareado.
Mauro Moure había
advertido mi maniobra, a partir de ese momento se instaló en sus labios una
sonrisa cómplice. Una vez terminada la guitarreada me buscó en el patio, allí
yo debía compartir mi secreto con él, junto a la fuente.
-¿Y?...
Guardé silencio
religioso por unos instantes, pero Mauro no estaba para delicadezas.
-Dale, no te hagas el interesante. ¿Tiene la cara de gato o
no en la bombacha?
Yo alcé los ojos y
sostuve unos momentos su maliciosa mirada.
-No usa bombacha. Anda con una media enteriza de seda que
deja ver el culo al desnudo.
-¡Hijo de p…! O sea que te llevaste el premio.
-¿Habíamos apostado algo?
-No, digo, la pudiste ver bien.
-Yo la quería morder.
-¿Qué?!
-Que casi la muerdo.
-¿En serio? Vos estás loco, te expulsan del Colegio.
-Ya sé, por eso me contuve.
Mauro se había
apartado un poco, asustado por la idea. Pero aún volvió para una última
pregunta.
-Che, ¿y está buena?
-¿Vos qué creés?
-Digo, ¿cómo te pareció verla así?
-…Imaginátelo.
Las clases
habían terminado. Teníamos tres meses de vacaciones por delante, pero yo no
estaba contento por eso. Me había acostumbrado a la dicha de ver a Luzbela a
diario, y ahora me dolía su ausencia en el alma.
Veía pasar las
parejas de novios por la calle, y me sentía lejos de esa felicidad cotidiana,
no la entendía.
Yo no quería ir de
la mano con Luzbela oyendo el partido por la radio portátil, como veía hacer a
algunos veinteañeros, cuya hembra los acompañaba con una solemne vaciedad de
ideas. ¿De qué hablarían esos tórtolos? ¿de trabajo? ¿de fútbol? No, no y mil
veces no.
Yo concebía nuestra
relación como una competencia amorosa, nunca definida del todo. Por eso me
gustaba el Colegio, su rutina estricta regulaba nuestros encuentros,
proporcionaba un argumento al amor.
Y si ella no me
correspondía, mi corazón le prestaba sentimientos, no hacía falta algo más
auténtico para un amor que estaba hecho sobre todo de ensoñación.
Pero esto, su
ausencia, era muy duro, yo languidecía como un pez fuera del agua. Necesitaba
verla, ella era el alimento de mi imaginación.
Viajé a San
Bernardo, y su recuerdo iba conmigo. Al llegar a la costa planté su imagen como
un árbol más del paisaje, sólo de esta forma pude adaptarme a vivir allí, y aún
ser feliz.
Una mañana me alejé
del pueblo hacia la llanura polvorienta, recordando mi promesa del año
anterior. Misteriosa y dormida bajo los primeros rayos del sol, la encontré
erizada de cardos y matas espinosas.
Me eché en
tierra para percibir su latido, pero
nada oí por un buen rato. Desalentado, me incorporé y emprendí el regreso, pero
al punto me detuvo un silbo muy dulce. Me volví y pude ver un pájaro negro
posado sobre una flor de cardo, balanceándose al viento.
Un rayo de sol lo
alcanzó, entonces su plumaje se tornó azul profundo: era un tordo del Plata,
ave que rara vez canta. Quedé en suspenso oyéndolo, su modulación era suave,
sentía yo que esas notas consolaban mi corazón.
Cuando acabó de
cantar, voló hacia el fondo del campo, como un espíritu silvestre.Yo comprendí que la llanura
había hallado otro medio de comunicarse conmigo a través de ese canto
melodioso, y sentí renovarse el pacto que nos unía de por vida.
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