Visión memorable



   Estaba sentado en la pendiente de un médano, de espaldas al mar. Con la mano o el pie jugaba a provocar lentas cataratas de arena dorada, que descendían varios metros y se detenían de pronto, como si no hubiesen existido. Pensaba en mi aventura dentro del castillo, la impresión había sido tan intensa, que su recuerdo superaba en nitidez a otras imágenes almacenadas en mi memoria. Y sin embargo, tuvo que ser una alucinación, un sueño despierto. El templo de cristal, por ejemplo. Sin duda fue sugerido a mi imaginación por la campana de vidrios refractarios que vi en la cima del faro. Eso es, y la máscara de Minotauro… era una metamorfosis del jabalí expuesto como trofeo en la pared del castillo. Quién sabe si, sonámbulo, no lo habré quitado de su sitio y manipulado torpemente… a propósito, mi cuerpo presentaba algunos moretones sospechosos. Incluso –lo comprobé con inquietud, no, peor aún, con miedo- una llaga superficial sangraba apenas sobre mi corazón. Mientras no fuese un estigma…
   En cuanto a la joven torera, no había confusión posible: era la misma muchacha que había visto en el campo montando en cueros. Hasta qué punto había quedado yo impresionado por ella, que la constituí en protagonista de mis fantasías eróticas.
   O quizá no fuesen sólo fantasías. Los estigmas, como las imágenes sagradas que lloran sangre, son producidos por una fuerza espiritual inexplicable, exterior al individuo que los sufre. Algunos estigmatizados ni siquiera eran creyentes cuando se abrieron sus llagas por primera vez. Pero luego se convirtieron. ¿Me habría de convertir yo en un estigmatizado peculiar, víctima de una pasión sin nombre?
   Eso empezaba a quedarme claro. Mi pasión no tenía nombre, no podía abrir mi corazón a nadie. Debía vivir solo el tormento y la gloria de este fuego secreto en que ardía mi ser. Aunque apenas había salido de la niñez, debía llevar un peso grande en el corazón, una carga moral que me hacía taciturno y callado.
   Amaba el mar, el cielo del atardecer que en la playa puede verse hasta el horizonte girando a los cuatro puntos cardinales: subí a la cima del médano para no perderme la puesta de sol. Nubes se adornaban con bordes de oro, una cinta de gaviotas lila ondeaba contra el rosado resplandor final.
   Sobre la arena virgen peinada por el viento, huellas femeninas cruzaban hacia el lejano muelle de Mar de Ajó. Un presentimiento nacido del profundo instinto cazador me hizo seguirlas.
  
   El mar se puso gris perla. Un abanico de rayos azules cubrió el cielo oriental, y yo di en imaginar que bajo el horizonte asomaba un sol nocturno, pugnando por ganar el cielo al sol poniente. En efecto, la película de celuloide celeste proyectada sobre el oriente se volvió negro acero, y asomaron las primeras estrellas.
   Las huellas femeninas se perdían en la penumbra creciente. El mar se cubrió de sombras, como tenebroso infinito. Me acosté sobre la arena blanda de la playa y dormí al raso, contando estrellas fugaces.

   Desperté al rayo del sol. Alrededor mío niños jugando, afanados en juntar arena con sus baldes para construir quiméricos castillos. Me levanté y fui hacia la orilla. Hacía calor, el mar bañaba mis pies con una última ola perezosa que al retirarse dejaba ver agujeros en la arena por donde las almejas echaban agua. Junto a mí pasó una joven en traje de baño, camino al mar. Aunque no pude ver su cara, algo en mí la reconoció al instante. El cuerpo flexible, la sedosa cabellera negra, el aire un poco salvaje…
   Me volví a mirar sus huellas en la arena: eran idénticas a las que había venido siguiendo la tarde anterior. Es ella, me dije, es ella. ¿Qué hago ahora?
   Entretanto, la joven se zambulló impulsivamente entre las olas, para emerger toda brillante por el agua, y más bella aún. Debo alcanzarla, me dije, y entonces… no tenía claro lo que debía hacer.
Yo no podía hablarle a ese ser maravilloso, sería como hablarle a un pez de colores que se encuentra uno buceando en aguas cálidas. ¿Qué se hace con un pez de colores? Se lo atrapa en una red, o se le clava un arpón.
   Pues yo pensé eso, me lanzaré sobre ella barrenando una ola, y cuando la tenga atrapada, morderé sus piernas… no exagero, era eso lo que pensaba hacer.
   Mas he aquí que ella nada como una experta, y se mete mar adentro… yo tengo miedo a las aguas profundas, apenas sé nadar, pero me animo, tocado en mi honor, me atrevo al océano, para no ser menos… no la veo bien, mientras braceo, el agua verde forma montañas ominosas que vienen hacia mí, menos mal que pasó ésa, pero ya viene otra… ¿dónde está mi novia?... allá lejos veo una cabeza ¿o será una aleta de tiburón?...
   Sigo braceando como puedo, ya me estoy cansando… mejor vuelvo, igual no la alcanzo… no… no avanzo nada, el mar tira para adentro… esto se pone feo… ¡me ahogo!
    
   Mi nivel de conciencia es más bajo que el de un pez. Tengo los pulmones llenos de agua, soy un submarino inundado. Alguien se sienta sobre mi espalda y me hace largar agua por la boca. No conforme con este tratamiento, presiona con las rodillas juntas hasta vaciarme los pulmones. Entonces me dan vuelta, pero yo no respiro.
Mis ojos se han entreabierto y captan una escena que mi conciencia de momento no comprende: estoy rodeado de gente, todos me miran preocupados, algunos se hacen un lugar a empujones, con tal de no perderse el drama que protagonizo contra mi voluntad.
   De pie en medio del círculo que forma la multitud está mi salvadora, la misma joven a quien yo perseguía mar adentro. Me ha rescatado del mar, pero aún no gana la batalla. Con movimientos firmes, planta una rodilla a cada lado de mi cuerpo y se posesiona de mí como una amante.
   Siento sus labios sobre los míos, y el aire que pasa desde su boca a mis pulmones a través de mis dientes entreabiertos. De pronto toso, es un movimiento involuntario que todos saludan con exclamaciones y aplausos: estoy vivo.
   La joven se levanta y se va, sin decirme siquiera su nombre. Los curiosos se dispersan, satisfechos o no del desenlace, según lo morboso que fuese cada uno. Quedo solo, tendido en la orilla, sintiendo la vida palpitante del mar como una almeja o un caracol más.  

   La noche ha cubierto con su manto de terciopelo al pequeño pueblo costero. Las estrellas parpadean, asombradas de ver tanta soledad en las calles y las plazas que sólo cruzan perros vagabundos. Pero el drama está oculto por la arboleda, por el tupido follaje de los pinos que nada dejan adivinar a los búhos, ni a la luna que acaba de asomar sobre ese paisaje equívoco.
   Inspirado por la magia nocturna, he salido a las calles desiertas y oscuras. A lo lejos, el viento mece una farola alrededor de la cual vuelan murciélagos. Me he parado a contemplarlos: llegan desde lo invisible a velocidad de vértigo, y viran junto a la luz como búmerangs, perdiéndose de nuevo en la noche.
   La próxima farola está a dos esquinas, alzo el cuello de mi capote y me dirijo allá. En el punto más oscuro, entre dos farolas, veo venir hacia mí una vieja siniestra: camina rengueando, con las manos en la cintura, segura de asustar a quien sea.
   Vacilo un momento, no hay forma de evitar el encuentro, pero entonces tengo una inspiración: trepo a un árbol y me cuelgo cabeza abajo de una rama, en medio del camino. La vieja bruja no ha advertido mi maniobra, y se acerca rengueando, ya está a dos pasos de mí. De pronto agito con ambas manos mi capote, como si fuera un vampiro: ¡la bruja se asusta, y vuelve la grupa, huyendo!
   Sin decir palabra, me incorporo hasta la rama y me descuelgo en medio del camino: soy el dueño de la noche. No valen las brujas en este paraje sagrado, donde el vampiro ha proyectado su sombra.
   Ahora corro bajo las copas gris pálido de los eucaliptos que forman una bóveda rumorosa sobre la calle, pues he detectado una presa: una mujer atractiva vuelve a su hogar con paso seguro, sin temer a nadie.
   Caigo sobre ella como un lobo, haciendo caso omiso a sus gritos: ¡vete! ¡vete! He hincado mis dientes en los muslos, muerdo con tal furia que sale sangre. Entonces me tranquilizo, y la dejo ir, paladeando el cálido líquido en mis labios. Reflexiono: soy menor de edad, no pueden meterme en la cárcel. Así que ¡a buscar más diversión!
   Allá, lejos en lo oscuro, creo ver algo… corro sin cansarme, sintiendo un calor por dentro… llego a la esquina, al principio no veo nada… ¡Sí! ¡Una mujer sola, en la boca del lobo! Apenas puedo describir mi euforia al comprobar que no hay gente en la calle ni casas cerca... vuelo, más que corro, acortando la distancia, mi víctima se vuelve, inicia una fuga, pero ya caigo como el rayo sobre ella y la revuelco en tierra…

   Sería imposible relatar la noche entera. Los acechos, las agonías, las carreras… sólo recuerdo el resplandor gris del amanecer con un disgusto que aún hoy perdura al evocarlo. Porque la noche es amiga y cómplice de los criminales, y el día para quienes nada saben de tales delicias…
   Ese verano me vieron poco por casa. Salía con cualquier excusa, sin hora de regreso. Luego atacaba la cacerola, como un salteador, devoraba lo que hubiera y dormía, no sin antes lavar las señales de lo que había hecho en mi ropa, y restañar los arañazos… porque algunas se defendían, sin impedir no obstante mis delitos…
   Un día revisé el Código Penal: verifiqué mi incurrencia en cuatro delitos, cuyas penas sumadas superaban 18 años.

   No irán ustedes a creer lo que acabo de escribir ¿o sí? Yo sería incapaz de asaltar a una mujer sin su previo consentimiento… mi respeto por la libertad sexual es absoluto. Testimonio de ello es mi vida entera. Una ficción es sólo eso: un invento para divertirme. Y a quien no le guste, puede cerrar el libro aquí mismo. Basta de justificaciones…






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