De nuevo frente al
mar, oteando el horizonte sur. Siempre ha sido éste mi rumbo favorito para
escaparme o soñar, incluso antes de saber que más allá estaba la Patagonia. Estoy
mirando el faro de Punta Médanos, apenas visible a la distancia. Vuelvo a
buscar mi bicicleta y salgo para allá lleno de esperanza, como un musulmán va a
la Meca.
Pedaleo
interminablemente sobre la arena lisa, pasan las horas sin sentir en mi
esfuerzo erótico, de pronto el faro está muy cerca, ya distingo allá arriba la
linterna mítica, guía de marinos perdidos en la noche.
Es tarde –siempre es
tarde- y voy subiendo los peldaños en espiral, sintiendo acalambradas las
piernas. La soledad duele en la piel y el alma encoge herida de tristeza por
tanto andar bajo el cielo gris. Vamos, un escalón más.
No desmayar, aunque
el corazón reviente, aunque los dardos envenenados del amor lo atraviesen como
un colador. Todavía palpitas, pichón implume caído del nido. Todavía...
He llegado a la
linterna; rendido, apoyo mis manos en la campana de vidrio refractario hasta
recobrar el aliento. Entonces descubro una pequeña libreta azul dejada por
alguien en el suelo: mi instinto no me ha engañado, aquí es donde el destino
deja señales a seguir en mi camino fatal.
Levanto la libreta y
la abro con dedos crispados: la misma escritura femenina del mensaje que leí
hace un año cubre páginas enteras, se trata indudablemente de un relato...
anonadado, busco apoyo en la pared y me deslizo al suelo con la libreta en la
mano. Ella ha dejado una narración para mí, necesita abrir su corazón para
aliviar el peso del secreto, igual que yo...
Bajo la luz menguante
de la tarde, a kilómetros de cualquier ser humano, me dispongo a leer la
confesión de una pecadora sin remisión. No me interesan los hechos del relato,
sino la oportunidad de asomarme a su alma y contemplar sus profundidades. Pasan
las horas sin sentir, la noche inmensa cubre el faro y yo sigo leyendo a la luz
de las estrellas...
“Diario de Margarita.
6 de enero. Yo estaba lejos de casa, toda mojada y tiritando
en medio de la gente que paseaba por el centro de Mar de Ajó.
No recordaba cómo
llegué ahí, ni nada de lo que pasó ese día, aunque debían ser las siete de la
tarde. Sentía hambre. Entré a una confitería atraída por el olor de las
facturas, pero no tenía plata para comprar. Un viejo con gorra de marino y
barba me vio y lanzó una exclamación, dejando caer su pipa:
-¡Es igual a la
Margarita !
Abandonó su asiento
y huyó presuroso, como si hubiese visto una aparición. Yo no entendí su
actitud, me daba vergüenza pedir comida, así que me alejé del centro rumbo a
casa. De paso hacia la playa vi un mural en relieve representando un barco en
zozobra frente a la costa, y unos indios en primer plano observándolo,
despeinados por el vendaval. Una leyenda rezaba:
“Naufragio de la goleta Margarita. Así llamada en
honor a la hija del capitán, quien se encontraba a bordo. Todos los pasajeros
pudieron ponerse a salvo en la playa, donde les proveyeron de alimento los
indios. Se dice que la noche del 1º de Noviembre suena aún la campana sumergida
del barco llamando a sus marineros.”
¿Habrá visto el
viejo marino un retrato de la hija del capitán, y me confundió con ella?
Supongo que es posible que me parezca a alguien, pero no había porqué salir
corriendo, no soy un fantasma. Caminé varias horas por la playa hasta llegar al
castillo, ahí me recogió un vecino y me llevó en auto hasta la estancia.
Tía Marta armó un
alboroto al verme llegar tan tarde y sin abrigo, preguntó dónde estuve todo el
día y sólo supe responder: vengo del mar...
7 de enero. Hoy estuve revisando mi ropa: no hay una sola
prenda que no sea ridícula.
Ya tengo once años,
no puedo vestirme como una nena, con esos shorcitos que muestran las piernas, o
peor, la malla que tenía puesta ayer... me muero de vergüenza al pensar cuántos
hombres me vieron así, casi desnuda... anduve por la habitación en bata de
dormir, sin saber qué ponerme.
Entonces se me
ocurrió bajar al otro piso, hasta el dormitorio clausurado de la abuela... abrí
la puerta sin hacer ruido, por si la tía escuchaba... desde que murió la abuela
lo mantiene cerrado, como un santuario.
Me fui derecho al
ropero abombado de madera oscura y lo tomé por asalto: ¡estaba lleno de
tesoros, sombreros, guantes hasta el codo, vestidos elegantes!
Me probé un vestido
y me quedaba pintado, porque la abuela era menuda, y yo ya empiezo a tener
curvas. Los guantes largos me dieron una sensación rara al ponérmelos, era como
calzarme una víbora en el brazo, yo misma me convertía en víbora... los
sombreros me hacían cara de mujer, no todos me gustaban, pero encontré uno de
ala recta que al ponérmelo ladeado, me hace linda... busqué unos zapatos a tono
con el vestido: había un par de tacos finos y hebilla muy bonitos, me los puse
y calzaban justo. Así ataviada subí a encontrarme con mi tía y mi prima Isabel
para el desayuno. Cuando me vieron entrar abrieron mucho los ojos.
-¿Qué hacés, nena, con la ropa de la abuela?
-¡Mirá que todavía no es carnaval!
Isabel se
desternilló de risa, pero tía Marta la hizo callar enseguida.
-No pensarás salir así a la calle.
-¿Cómo querés que salga, medio desnuda, para que todos los
hombres me miren?
-¿Desde cuándo te miran los hombres a vos?
-Desde ayer. Y me da vergüenza.
Tía Marta se ablandó
al escuchar esto, y me acarició el pelo.
-Bueno, no hay nada de malo en que salgas así vestida, sólo
que vas a estar pasada de moda.
-Muy pasada de moda.
Isabel soltó una
risita divertida y me tomó de la mano.
-Ahora espero a Jenny para ir de compras por Chiozza. ¿Querés
venir con nosotras?
-¡Claro!
Isabel subió a
cambiarse, y regresó luciendo un chaleco, pantalón vaquero y unas botas
ridículas de cowboy.
En ese momento sonó
el timbre y entró Jenny, con un atuendo deportivo futurista: zapatillas de
tenis, pollera blanca y blusa roja con estampados de colores discontinuos.
Las tres nos miramos
y prorrumpimos en risas, no podía darse un contraste mayor en nuestro aspecto.
Salimos abrazadas y tomamos el colectivo hasta el centro de San Bernardo. Ese
día lo pasamos muy divertidas, viendo ropa absurda y siendo el foco de atención
general. Un chico que pasaba en bicicleta me gritó:
-¡Margarita!...
11 de enero. Hoy salí a pasear con un vestido largo por la
playa. Iba descalza, una brisa tenue me acariciaba el pelo por debajo de la
capelina. Tan a gusto me sentía viendo las gaviotas jugar contra el cielo, que
me alejé mucho y llegué a Mar de Ajó.
Había una
pronunciada bajante del mar, eso dejaba ver los restos de un naufragio en la
orilla. Me acerqué a ver con un poco de
miedo: algo en mí reconoció el letrero grabado en la proa, donde se leía aún el
nombre del barco: “Margaretha”.
De pronto vi todo
oscuro, el vendaval azotaba el barco encallado, los pasajeros echaban sus
pertenencias al mar y buscaban la playa a nado.
Yo alcanzaba la orilla con mis últimas fuerzas y me iba a
refugiar entre los médanos, muerta de frío, pero un salvaje semidesnudo, un
indio, traía leña y encendía para mí una fogata...
Vi todo esto en un
relámpago, al volver en mí las olas habían mojado mi vestido, de modo que me
alejé del barco y emprendí el regreso a casa atemorizada y confusa. ¿Yo
recordaba ese naufragio o fue una sugestión producida por el relieve mural? La
segunda opción es más cuerda, pero algo no cuadra en ella: el viejo marino me
vio parecida a la hija del capitán...
15 de enero. Isabel, Jenny y yo conocimos tres chicos en la
matinée. Son simpáticos, uno gusta de mí, se hace llamar Nando. A mí también me
gusta, aunque usa el pelo largo y se viste mal... hablábamos de la escuela, yo
pasé a séptimo, él empieza ahora la secundaria, y no tiene decidido dónde
estudiar.
Yo le sugerí el
Liceo Militar, me encanta el uniforme y el peinado a la gomina en los varones,
pero a Nando le dio un ataque al oírme. “¡Peinado a la gomina!” repetía y se
golpeaba la rodilla con la mano, mientras se retorcía de risa.
Por un momento pensé
que se podía morir, el pobre muchacho estaba grave, casi no respiraba. Cuando
por fin consiguió dominarse, me encaró serio.
-¿De verdad te gustaría que me corte el pelo y me peine a la
gomina?
-Claro, Nando, quedarías mucho mejor.
Por un momento
pareció que el ataque volvía, pero él resistió y siguió hablando.
-A mí me parece en cambio que vos quedarías mucho mejor si te
soltaras el pelo y cambiaras esa ropa ridícula de tu abuela.
Yo me sentí herida
al oír su burla, quise responderle pero no me salía la voz, él no entendía,
nadie entendía nada... al final no pude aguantar la angustia y me puse a
llorar.
-Oíme, Margarita... tu prima me dijo que ése no es tu nombre,
pero tampoco quiso decirme el verdadero... bueno, oíme... yo pensé que te
ponías esa ropa en joda. Ahora veo que es en serio...
Yo no podía dejar de
lagrimear, me sentía tonta y furiosa al mismo tiempo. Nando pareció conmovido
por mi sufrimiento.
-Si querés... digo, si a vos te gusta, puedo cortarme el pelo
y peinarme con gomina... si es que consigo.
-¿Lo harías por mí?
-Claro, así no te sentís tan sola.
Me dejé besar, y
fuimos felices para siempre. (O al menos por esa tarde)
17 de enero. Ayer nos encontramos Jenny, Isabel y yo con
Nando y sus amigos. Nada más verlo a él con el pelo bien cortado y peinado a la
gomina, se empezaron todos a reír como idiotas, nos arruinaron la salida.
Fuimos al cine a ver
“Lo que el viento se llevó”, yo la elegí porque me gustó Clark Gable. Ni
siquiera durante la proyección nos salvamos de los comentarios estilo “Nando y
Margarita entienden bien la película, son de esa época” y otras tonterías
semejantes.
Después salimos
todos a tomar un helado, aunque el clima no era nada cordial. Yo me llevé
aparte a Nando y le di un beso, estaba guapo como un capitán con su saco
cruzado, pero él se sentía molesto por las burlas.
-Mirá, Margarita, yo te di el gusto de vestir y peinarme como
vos querés. Ahora te toca darme el gusto a mí: en la próxima salida te ponés
una blusa y jean y te dejás el pelo suelto.
Yo retrocedí,
espantada.
-No podés pedirme eso. ¿No ves que son ellos los ridículos?
-¿Ellos? ¿cuáles ellos? ¿te referís a toda la gente de San
Bernardo? Reaccioná, no podemos vivir en una burbuja de tiempo.
-Lo siento, yo no puedo vestirme como una loca.
-Y yo no pienso vestirme de nuevo así, para que todos se rían
de mí. Adiós, Margarita.
Sentí ganas de
llorar, pero me contuve.
-Adiós, Nando.
20 de enero. Estuve tres noches regando de lágrimas mi
almohada, pero ya se me pasó.
Anoche me levanté de
la cama con una excitación nueva: atravesé la casa a oscuras en puntas de pie
hasta el dormitorio de la abuela. Me aterrorizaba que alguien despertara y me
descubriese, ya mi pasión por la ropa antigua se ha vuelto anatema y nadie
habla de ello.
Abrí la puerta lo
más suave que pude, pero chirrió... por un momento el corazón se me detuvo,
escuchando cualquier ruido que indicara si la tía se había levantado de su
cama: ¡no! Entonces sentí un calor de excitación en el cuerpo y entré a la
habitación prohibida, yendo a pararme ante el ropero abombado.
¿Qué habrá en los cajones?
Me pregunté, y procedí al saqueo con manos afiebradas: ¡ropa interior
seductora, fajas, corpiños armados! Me temblaba el cuerpo al desnudarme y
ponerme esas prendas íntimas y ajustadas: me fui al espejo y me vi mujer por
primera vez, una mujer hermosa y –lo digo con vergüenza, yo, que hasta ayer era
niña- ...deseable.
Esta es la palabra
pecaminosa, no podía dejar de girar ante el espejo, pensando que los hombres
morirían de deseo al verme.
Descubro un goce
nuevo en mi alma y sé que ya nada podrá ser igual, porque es el goce de hacer
el mal, de atormentar conciencias ajenas... tapé estos sentimientos
perturbadores y mi desnudez con un vestido de la abuela, guantes negros,
sombrero y zapatos de hebilla.
Pero enseguida me
desnudé de nuevo, más excitada que antes, al ver en el espejo cómo iban cayendo
una a una las prendas y asomaba yo esbelta como estatua de luna.
Pasé toda la noche
en ese juego, vistiéndome y desnudándome despacio, despertando el deseo de un
espectador imaginario o provocando su agonía con cada visión de mi piel...”
Así terminaba, en
forma abrupta, el “Diario de Margarita”: las demás páginas estaban en blanco.
Ya debía ser muy
tarde, la luna rodaba cual perla en la noche y los astros brillaban en un cielo
profundamente negro. Guardé la libreta en el bolsillo y bajé la escalera
caracol en plena oscuridad: mi bicicleta esperaba abajo, más fiel que un
sabueso.
Estoy en la cima de
un médano, contemplando el mar. Mis manos se unen más allá de las rodillas
separadas, enlazándolas en posición de canasto. Así meditaban los viejos
chamanes, en el recipiente formado por el cuerpo acumulaban su conocimiento. Yo
también busco el saber, he venido a meditar aquí para comprender un alma
atormentada por el fuego, como la mía propia.
Yo no dudo que
Margarita sea un seudónimo de Luzbela. El diario muestra la rápida evolución de
su espíritu, desde una vergüenza exagerada por su cuerpo –propia de una monja
de clausura- al frenesí exhibicionista patente en la última página. Ambos
sentimientos forman un par opuesto y complementario: si Luzbela no hubiese
sentido vergüenza de mostrar su cuerpo en principio, tampoco sentiría ahora
placer al exhibirlo.
Cuanto más profunda
fue la vergüenza, más intenso es el placer, he aquí una ecuación psicológica.
Pienso en una aborigen de la selva, para quien la desnudez es natural: ella no
siente vergüenza ni placer perverso alguno al ser observada por un hombre.
La tarde avanza, el
cielo oriental se tiñe de colores fríos sobre el mar; lejanas cabrillas de
espuma blanquísima viajan hacia un destino melancólico. Yo tomo un puñado de
arena para sentir de ese modo que he alcanzado una idea sólida, y prosigo mi
reflexión tras regalárselo al viento.
Nuestra cultura, me
digo, ha practicado un strip-tease colectivo durante siglos: las togas de la
antigüedad, que nada dejaban ver, ni adivinar, dieron paso a las capas
medievales, luego a los lujosos vestidos del Renacimiento, a las polleras
infladas y las pelucas, a los corsés, a las fajas... entonces, como si una
fiebre se hubiese apoderado de Occidente, llegó la minifalda, los jeans
ajustados, los hot pants, la bikini... ¡la tanga!
Ésta es la última
frontera, que no será transpasada: lo contrario sería volver a la naturalidad
salvaje, al estado adánico. Pero entonces perderíamos la perversión, que
cuidamos como nuestro bien más preciado: ¡somos hijos de Satanás!
La libreta azul en
mi bolsillo refleja la síntesis de un proceso cultural en la psiquis de una
adolescente: ella revivió en pocos años el lento destape de Occidente.
Hacia el final del
verano me interné por la llanura, cumpliendo el ritual prometido. Mis botas
cubiertas de barro reseco me llevaban solas hacia el horizonte, pronto perdí de
vista cualquier indicio de vida humana. Caballos pastaban a lo lejos; en algún
lado corría un manantial cuyo murmullo apenas cortaba el silencio. Me acerqué a
un alambrado atraído por una enredadera con rosas de profundo terciopelo
púrpura, casi negro. El sol bajo de la tarde incendiaba cada flor a lo largo
del alambrado, por muchos kilómetros. Caminé a la par de este prodigio lineal
hasta cansarme, y no encontré el fin.
Entonces comprendí
una vez más el mensaje de la llanura: mi vida sería como ese rosal extendido
hacia el oro del ocaso, larga y fecunda en maravillas hasta la lejana vejez.
Permanecí buen rato
contemplándolo y emprendí el regreso en silencio: a lo Invisible no se le
habla, se interpretan sus señales y se admiran sus obras.
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