Bebiendo los vientos mientras aprendo latín



   Por fin llegó el ansiado reinicio de las clases. Mi cuerpo se sentía extraño dentro del uniforme, pero yo estaba feliz. El Colegio, por otra parte, nos estaba esperando, y a los pocos minutos de reencontrarme con mis compañeros, ya habíamos recuperado nuestra familiaridad. Algunos varones parecían subidos a zancos, yo todavía no pegaba el estirón, por ser un año menor. Las chicas se veían mejor, empezaban a mostrar curvas, algunas se habían cambiado el peinado. Luzbela seguía igual, o casi: tenía el pelo un poco más oscuro, y empezaba a adquirir una expresión más firme, signo de voluntad fuerte.
   Fuimos llevados a nuestra nueva aula, y a mí me tocó sentarme cerca de Luzbela. No por eso intimamos, ella formaba equipo siempre con su amiga Eva, y juntas hacían frente a la camarilla de varones liderada por Leandro y Roberto. En realidad, tal cercanía me dejaba más solo que antes, al resaltar su indiferencia por mí.
    No teniendo campo social, fijaba mi atención a veces en las inscripciones crípticas de mi pupitre, grabadas por alumnos desconocidos.
   Quizás de ahí me vino mi pasión por la arqueología y la paleografía, que he cultivado en años posteriores descifrando epígrafes grabados en las rocas de remotos rincones del mundo. ¿Quiénes habían sido mis predecesores en ese banco, estudiantes del curso anterior o alumnos de otras generaciones?
   Tal vez encontrase la firma del viejo Fraboschi, nuestro profesor de Historia enamorado de Egipto, cuando aún era muchacho… A tales cavilaciones me entregaba, mientras a un banco de distancia, Luzbela y sus amigos hablaban de cosas infinitamente más interesantes…
   Había especialmente un nombre que llamaba mi atención, profundamente grabado en la madera: “Miguel C.”. Yo no podía evitar el pensar que se trataba de Miguel Cané, el autor de Juvenilia.
   Quizá su espíritu me persiguió hasta Bogotá para inspirarme estas memorias de colegio, tan diferentes a las suyas.

   Teníamos un nuevo profesor de música, el preclaro Abilio Bassets. Era éste un hombre distinguido, con una gran nariz, y modales que darían envidia al duque de Windsor. Para nada nos molestaba con tareas, únicamente exigía que traigamos el cuaderno de música a clase. Quienes cumplíamos con este difícil requisito, éramos infaliblemente calificados con un diez. Quienes no, -Leandro, Roberto, Camilo- eran aplazados, pero sin ignominia. Siempre de altos vuelos, Abilio declaraba con elegancia: “le aplicaré un dos”. Esta nota ni siquiera promediaba, con que los remisos se hacían contumaces, y la clase siguiente recibían nueva sentencia, igual de elegante y desapasionada que la primera: “le aplicaré un dos”.
   Nunca supimos porqué dos, y no cero, pero Bassets era tan distinguido, que no podía verse salpicado por la ignorancia supina de sus alumnos en materia musical, y les regalaba un aplazo de cortesía.
   Nos hizo oír la voz de cada instrumento que compone una orquesta de música clásica, hasta que aprendimos a reconocerlos a todos. También una vez nos llevó al teatro a escuchar un concierto.
   Cerca de fin de año abrió la tapa del piano que decoraba el salón de música, y deslizó sus manos por las teclas, interpretando “La turca” de Mozart. Sólo entonces supimos que era un eximio ejecutante, y que incluso había dado conciertos como solista en Europa.

   La vieja bruja entra despacio, se quita el tapado y lo apoya sobre un pupitre. Después va a sentarse achacosamente en el sillón del profesor. Busca unas mentas en su bolso, ajena al alboroto de la clase: quién sabe lo que habrá ahí dentro. Confites tal vez de alguna boda lejana, gafas con armazón de carey, caramelos con gusto a praliné.
-Vamos a leer la oda “A un olmo seco” de Antonio Machado. A ver ese muchacho con tan linda voz...
   El flaco Grinberg, 1,85 de estatura y en ascenso, capta la alusión al vuelo. Pasa al frente y empieza a leer con voz de barítono:

Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.

   A medida que la cadencia del poema la adormece, la bruja recién salida de un cuento de hadas pone una expresión soñadora, que despierta compasión. Y repite al unísono:

Olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida
otro milagro de la primavera.

   Aún veo a la profesora Graziano con su barítono al lado, e imagino que hojas brotan de sus sienes, la juventud y la belleza la coronan...

   Para aprender mejor la pronunciación del francés tomábamos clases en el laboratorio de idiomas. Calzábamos los auriculares y repetíamos la grabación, hasta dar el acento justo. Luzbela pronunciaba las vocales francesas con soltura y elegancia, ya podía hacer traducción simultánea de un idioma al otro. Estaba muy mona con sus anteojos, parecía la publicidad de una óptica: las lentes reflejaban el mundo futuro que ella imaginaba para sí, un mundo pletórico de aventura y emociones.
   Aún recuerdo la primera lectura audiovisual como si fuese ayer: “Claudine était étudiante á la Sorbonne. L’aprés midi, quand elle revenait du Quartier Latin...” Y mi mente volaba a París, imaginando ser étudiant á la Sorbonne, como la tal Claudine. Junto a mí caminaba Luzbela por las calles del Quartier Latin, ambos cursábamos la Universidad y nos besábamos con la Tour Eiffel de fondo.
  Así soñaba frente el Livre de Images, con la mirada perdida. Terminada la clase audiovisual volvía a la realidad del Colegio: las gafas de Luzbela reflejaban su proyecto futuro, pero en ese futuro no estaba yo.

   ¡Gimnasia! ¡todos vestidos de pantalón corto, las chicas con los muslos al aire! Nos largamos a la carrera hacia el subsuelo, donde nos esperan bancos y colchonetas para jugar al rango: ¡saltaremos unos sobre otros como ranas! En un trance feliz, me lanzo escaleras abajo entre el tumulto y atravieso un piso entero de un solo salto, treinta y nueve escalones en total. Los compañeros quedan confundidos por mi maniobra, si uno vio mal o el otro se distrajo, pero Mauro que venía detrás la certifica, pálido y tembleque.
-¿Cómo hiciste eso?
-Qué sé yo. Salté y listo.
   Leandro y Roberto se acercan y me llevan arriba tomándome por los brazos, como dos mafiosos.
-A ver, hacelo de nuevo.
   Me libero de su abrazo, y mido la escalera con aprensión. A todas luces, lo que hice es imposible de repetir.
-Dale ¿qué esperás?
-No puedo. Si salto me mato.
-¿Ves que no lo hiciste?
-Lo hice, pero no puedo hacerlo de nuevo.
-Si pudiste una vez, podés dos.
-No. Hay cosas que salen sólo una vez.
-¿Ah, sí? ¿como cuáles?
   Me rasqué la cabeza y dije lo primero que se me ocurrió:
-Las canciones.

   La profesora de Matemáticas me consideraba un mal alumno. Quizá debía este concepto a mi manía por preguntar en qué se basan los axiomas. Me parecía increíble que el fundamento de una ciencia exacta fuese la pura locura, la sinrazón del instinto. “Cualquier número elevado a la cero potencia da uno” ¿porqué? “Dos paralelas se tocan en el infinito” ¿ah, sí? “Un segmento consta de infinitos puntos”... sin comentarios.
   Pero a partir de estas arbitrariedades, había que ser muy riguroso en lo sucesivo, y no saltarse un paso. Todos éramos esclavos de los axiomas, ellos nos dictaban su ley y nos ponían a trabajar en consecuencia.
-¿Qué son los axiomas, dioses?
   La profesora se quedó pensando un rato.
-Podría decirse que sí, todas las matemáticas nacen de ellos.
-Entonces las matemáticas son una religión, y esta clase es un ritual de adoración a entidades desconocidas.
-Vamos a ponerle una sotana a la profe.
   La intervención de Mauro resolvió en risas una cuestión más bien seria. La profesora quedó pensativa un buen rato, y al fin comentó en voz alta, señalándome con el dedo:
-Tiene chispazos.

   Geografía. La inocencia de Pangea, habitada por animalitos dotados con hileras de colmillos grandes como zanahorias, que se comían unos a otros. Luego la enemistad de Ankara y Gondwana, gracias a Dios separadas por el mar de Tethis. Deriva continental sobre chocolate caliente. Geosinclinal andino. Complot de las fuerzas telúricas para encumbrar al Aconcagua. Y finalmente, señores, el Nudo de Pamir. Quien no sepa que ahí está el centro del mundo, no sabe nada de nada.
   Hagan un mapa de cada momento geológico, no olviden que para la Tierra, un millón de años equivale a un minuto en la vida humana. Tienen media hora para entregar.
   Nos pusimos a la tarea, mientras la profesora leía los pronósticos del turf o una novela rosa. Dibujé una isla gigante, luego dos islas separadas por un mar, luego cinco islas resbalando por el globo, erizadas de montañas. Firmé mi trabajo y pasé los mapas a Luzbela, que se encontraba junto a la profesora. Ella se los quedó mirando, sin entregarlos.
-Mirá, se te corrió la tinta.
   Señalaba el mapa de Pangea, donde un manchón desdibujaba el contorno.
-No importa, entregalo igual.
-No lo podés presentar así. Dejame que te lo copie.
   Sin más se puso al trabajo, y unos minutos después me mostró su obra: había imitado a la perfección cada curva, su dibujo era un gemelo inmaculado del mío.
-Tomá, está listo.
-Gracias.
   Me puse de pie para entregar la tarea a la profesora, pero a último momento guardé el mapa de Luzbela, y presenté los tres míos. No me importaba sacar una calificación más baja con tal de conservar esta hoja, que ella amorosamente había dibujado para mí.
   Pensaba hasta entonces que mi sentimiento se bastaba solo para hacerme feliz, sin importar lo que hubiese en el corazón de Luzbela. Pero hete aquí que una pequeña muestra de afecto por su parte había bastado para desmoronar mis defensas, y evidenciar lo necesitado que estaba de su amor. Guardé el mapa en mi carpeta, como otros guardan una carta perfumada o un bucle. Poco después lo perdí en un sabio descuido, ya que el impulso que lo había inspirado era tan fugaz e inestable como una pompa de jabón.

   ¡No está muerto quien pelea! Tal era el lema de nuestro equipo de fútbol. Al fin y al cabo, habíamos dado ventaja de tres o cuatro jugadores en cada partido, lo cual justificaba nuestro último puesto en la tabla del año anterior. Esta vez, sin embargo, sería distinto. El torneo de segundo año se disputaba en cancha chica, con siete jugadores por equipo, lo cual nos permitiría medirnos de igual a igual con quien sea. Salinger estaba convencidísimo, haríamos morder el polvo al más pintado.
   Y llegó nomás el primer duelo, jugábamos contra la Séptima, el mejor equipo del turno tarde. El sábado temprano estábamos al pie del cañón, pero Salinger no llegaba. Sobre la hora apareció con una pierna enyesada. 
-¿Qué te pasó?
-Nada, se me jodió un menisco.
-¿Y ahora?
-No aflojen, muchachos, yo les hago de director técnico.
   De algún modo, consiguió inyectarnos su optimismo, aunque por su causa jugaríamos otra vez en desventaja numérica.
   Disfruté mucho de ese partido: nunca estuve dentro de una cancha con jugadores tan buenos. La Séptima era una máquina, fuera de broma. Lalo Torres llegó a jugar en la Primera de San Telmo, y se entendía a la perfección con García Mantel, un nueve con físico de mosquito, imposible de controlar. El puntero era otro chiquito, Daeli, que picaba en diagonal como los profesionales. Nos pegaron un baile de novela, pero milagrosamente la pelota no entraba. La única vez que avanzamos en todo el primer tiempo conseguimos un penal, que yo convertí. Salinger estaba eufórico, y gritaba indicaciones desde afuera.
   Cuando terminó el primer tiempo 1 a 0 nos arengó, ufano de sus dotes de líder; con la moral alta, éramos invencibles. Pero el segundo tiempo trajo un cambio sutil en los hados, y las pelotas que antes rebotaban en los palos o en el culo del arquero, ahora entraban mansitas al arco. Total, con técnico y todo, perdimos 7 a 1.

    Medio jugando, medio en serio, compuse algunos poemas para Luzbela, sin tomar plena conciencia de que una vocación iba naciendo. De entre las brumas de un olvido muy justo para la mayoría de ellos, rescato estas Rimas:

                 I
Tus ojos son dos rubíes
te amo más que un mendigo
por eso yo te inquiero, mujer:
¿Querés andar conmigo?

                 II
Te amo con todas mis fuerzas
recorro por ti los valles calchaquís
y a cada quien encuentro le digo que te quiero.
Y vos, ¿Qué decís?

                  III
Arde fuego en mis entrañas
cuando tu cuerpo felino veo
y unir mi sedienta boca
a tus labios glotones quiero.
Por eso vas a tener que poner el lomo.

                 IV
En el cielo las estrellas
en el campo las espinas
y en el medio de mi pecho
                   el esternón.
  
No son versos excepcionales, pero fueron mis primeras armas como poeta. Cohibido por la timidez adolescente, nunca se los leí a ella.

   Rosa, rosa, rosam, rosae, rosis, rosa; mílites, mílites, mílites, militorum, mílites, mílites. Una de las mejores cosas del latín es que ya no lo habla nadie. ¡Ni siquiera en la iglesia! Sin embargo, algún designio inescrutable del Altísimo ordena que se siga torturando a los jóvenes con sus declinaciones. Así que nada de hacerse el vivo, vuelta de hoja y a empezar de nuevo: dóminus, dómine, dóminum... todavía recuerdo la sonrisa radiante de Luzbela la vez que recité parodiando el tono de la profesora un poema de Horacio. La pobre mujer no sabía dónde meterse, ni qué actitud tomar.
   Yo daba el tono correcto, suavizaba la r de rosae, exageraba la o de dómine, tal como ella misma nos lo enseñara, mientras la clase se desternillaba de risa.
   Sin embargo, no había reproche posible a mi lectura. Cuando hube concluido, de regreso a mi asiento, Luzbela me recibió con su mejor sonrisa, y estas palabras que aún recuerdo: “Te consagraste”. El resto de la clase estuve como mareado, flotando en un limbo de burbujas inconsistentes, hechas de pura nada.

   Era curiosa la sensación que tenía de estar cerca y lejos a la vez de mi mujer ideal: yo era un ser concreto, viviendo junto a una pura abstracción, a un mito. Todo ese año viví desubicado, como un alpinista entre dioses etéreos, obligado a escalar con crampones y cuerdas, mientras a su lado vuelan seres sublimes. Mi noción de la realidad era caótica, aunque mis notas se mantenían sobre la línea de flotación.
   Por el contrario, Luzbela estaba bien plantada en su vida, era dueña del universo. La misma luz jugaba con su semblante y sus cabellos como ella quería. Cuando cruzaba las piernas, atrapaba mi alma como un pájaro inmóvil, fascinado por una serpiente: tal era el embrujo que ejercía sobre mí.
   De proponérselo, podía matarme sólo con gestos, como una hechicera primitiva. No de otra manera Salomé cobró la cabeza de Juan Bautista.

   Entretanto, Leandro y Roberto habían decidido pasar a la acción. Considerando que Luzbela estaba fuera de sus posibilidades, -ella flirteaba con un muchacho de otra división, hijo de un célebre político- apuntaron sus cañones hacia Marina y Soledad, dos niñas que se ponían cada vez mejor.
   Todos estábamos pendientes de este suceso, por curiosidad, esnobismo o espíritu casamentero. Parecía inevitable la concreción de este plan, pero a último momento el diablo metió la cola, y desbarató lo que hubiese dado gusto a Cupido.
   En efecto, Soledad estaba enamorada de Leandro, y Marina de Roberto, pero los muchachos, inexpertos como eran, se tiraron los lances cruzados, y recibieron calabazas. Lo peor es que ambos correspondían a los sentimientos de ellas, pero no percibieron señales claras que les guiaran a buen puerto.
   Una sola mirada a los ojos, cargada de intención, hubiese bastado… como la que yo capté de Cris, en circunstancias similares, cuando la dinámica del flirteo en grupo me empujaba al error… esa mirada salvó nuestra felicidad, me dio cuatro hijos y veinte años de amor maravilloso.
   Pero el Diablo no les dio una segunda oportunidad a mis compañeros.
   A fin de año, Leandro y Roberto fueron aplazados en varias materias, que no pudieron rendir.
   El reglamento era estricto: ningún alumno puede permanecer en el Colegio adeudando más de una materia del año anterior. Ambos quedaron afuera del Nacional, y ni siquiera pudieron venir a despedirse de nosotros al año siguiente.








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