Una tarde caminaba
por Avenida Libertador, volviendo de lo
de Aldo. Atravesaba la plaza imaginando saltos de caballo y diagonales de
alfil, cuando algo desacostumbrado llamó mi atención: podía ver el Planetario,
aunque yo sabía que desde ahí era imposible. Me detuve, confundido; mi vista
hacía una ese, eludiendo los obstáculos que se interponían en la perspectiva.
También era raro el color del Planetario, verde pálido.
De atrás de un árbol
salió un ser raquítico y vino hacia mí: yo no sabía si estaba despierto o
dormido.
-Salud, Humano. Soy forastero en tu mundo, eso que ves es mi
nave.
Habló por telepatía,
sin separar los labios.
-¿Vienes de otro planeta?
-No. Vengo de los sueños espaciales que los humanos proyectan
en ese Planetario. Mi sustancia se forma en la mente de ustedes.
El Ser vestía un
traje plateado ajustado al cuerpo, y sus ojos carecían de pupilas; parecía
totalmente lampiño y asexuado, en resumen, yo desconfiaba de él.
-¿Qué buscas aquí?
-Invadir la realidad. Eres el primer Humano que contacto, de
ti depende que los míos atraviesen el Umbral en número infinito, o que
permanezcan en el limbo.
Sus palabras
retumbaron en mis oídos, pero él no movió la boca. No me gustaba esa sensación.
-Si depende de mí, yo no les doy permiso de venir a vivir
acá. Váyanse.
El Ser entrecerró
los ojos con odio; su voz telepática vibró más fuerte en mis tímpanos.
-Tu voluntad no tiene ningún poder para cerrarnos la entrada.
Eso lo decidirá la Prueba.
Ahora sí se había
puesto pesado el alienígena; por nada del mundo quería compartir mi vida con
tales bichos.
-¿Y en qué consiste esa Prueba?
-Será un duelo entre tú y yo. Si tú ganas, no sabrás más de
nosotros. Si gano yo, el Umbral de la realidad se abrirá para mi raza. Tú
eliges el juego.
-¿Y si hay un empate?
El Ser estuvo
pensando un rato, luego resonó su voz telepática.
-Tú tienes la ventaja de elegir el juego. El empate será una
victoria para mí.
-¡Eso es injusto!
-¿Te parece? ¿Prefieres jugar al Mi-Go de cinco dimensiones,
y que el empate te favorezca?
-No, gracias. Jugaremos al ajedrez.
Justo venía de
estrenar con Aldo mi tablero nuevo, esa tarde no había perdido ninguna partida.
Saqué el tablero de su estuche y lo extendí sobre un banco de piedra en la
plaza. Mientras iba disponiendo las piezas en su lugar, mostraba al alienígena
el movimiento de cada una. Comprendió todo en seguida, no hizo falta repetir
ninguna explicación. Por último le dije:
Entendió esto tan
rápido como todo lo anterior, y nos pusimos a jugar. Al principio, el
alienígena imitaba todos mis movimientos, una táctica astuta cuando uno no
conoce el juego. Algunos transeúntes pasaban de largo sin prestar atención al
ser de otro mundo o a su nave espacial: era evidente que no los veían.
¡Yo estaba solo, en
apariencia, practicando un problema de ajedrez!
Pero dejen que pierda la partida, y van a ver alienígenas por
todos lados.
Era demasiada
responsabilidad; yo no era muy buen jugador, apenas tenía un score igualado con
Aldo, y debía salvar al Mundo con mi pobre estrategia.
Me concentré en el
juego con toda mi atención: al fin pude sacar partido de la inexperiencia de mi
rival, y la partida comenzó a inclinarse en mi favor. Las piezas del alienígena
fueron cayendo una a una, su rey cruzó huyendo todo el tablero, y vino a
refugiarse en la última casilla.
Estaba en mi poder;
el rey negro no tenía movimientos, y sólo me restaba una movida para darle
mate.
Yo paladeaba mi
triunfo por anticipado; sólo esperaba a que el negro hiciese su jugada obligada
(coronar el peón negro en a1) para de inmediato asestarle la estocada
mortal moviendo el alfil blanco a la casilla e4.
Pero entonces
ocurrió algo inesperado: mi rival coronó su peón y pidió... ¡otro rey!
Yo protesté,
escandalizado.
-¡Eso es trampa! No se puede pedir un rey.
-Sí se puede. Al explicarme las reglas, tú dijiste
textualmente: “cuando un peón llega a la última línea enemiga, corona, y uno
puede pedir cualquier pieza en su lugar”.
-Cualquier pieza, menos un rey.
-Esa aclaración no la hiciste. Yo juego con las reglas que tú
mismo explicaste, y según eso, el peón coronado puede convertirse en cualquier
pieza, incluso un rey.
Me callé: el
alienígena tenía razón. Pero ahora había dos reyes negros, ambos en posición de
ahogado. Si yo daba mate al primer rey moviendo el alfil a e4, el
segundo rey quedaba sin movida posible, produciéndose las tablas por ahogado, o
sea un empate. Si daba mate al segundo rey moviendo la torre a a2 o b1,
quedaba ahogado el primer rey, y otra vez tablas. Debía desahogar a un rey, o
dar mate a ambos reyes a la vez, pero todo esto era imposible.
¡Los alienígenas
invadirían el Mundo! Mi rival esbozó una sonrisa cruel, estirando sus comisuras
como una máscara. Parecía decir: “Te embromé, terrícola”. Yo quedé paralizado
ante el tablero, con la mano apoyada en la frente. De pronto tuve una
inspiración, extendí la mano sobre el tablero, y coroné mi peón en h8.
-¡Pido un rey negro!
El rostro del
alienígena se descompuso en una mueca repugnante.
-¡No se puede pedir una pieza del otro bando!
Su grito mental me
aturdió, pero aún así respondí de inmediato.
-¿Por qué no? Yo dije que al coronar un peón “uno puede pedir
cualquier pieza”. Así que yo corono un peón blanco, y pido un rey negro.
El alien calló,
carente de objeción válida. Ahora el negro tenía tres reyes, pero el último no
estaba ahogado.
-Mueve, es tu turno.
El negro podía hacer
una sola movida: rey a g8. Yo adelanté entonces mi peón libre a a7.
Pendulando como un reloj, el tercer rey negro volvió a su sitio original con la
única movida posible: a h8. Entonces consumé mi obra maestra coronando
el peón en a8.
-Pido dama... ¡y jaque mate a los tres reyes!
El alien quedó
boquiabierto mirando el tablero: ¡no lo podía creer!
La figura raquítica
subió a la nave y ésta se elevó en el cielo de la noche, primero despacio,
luego veloz como un meteoro, rumbo a las estrellas. Yo miré el punto luminoso
verde hasta que desapareció, entonces guardé mi tablero nuevo de ajedrez en su
estuche y me encaminé a tomar el 12, como un modesto paladín que ha cumplido su
deber.
Imaginaba a la
posteridad agradecida, dedicándome monumentos y discursos por haber salvado al
Mundo, pero tenía asuntos más urgentes que atender: había prueba de Latín en el
Colegio, y yo no recordaba ni la primera declinación.
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