Se aproximaba el
final del año, y yo planeaba un asalto a la cúpula. Mi cuaderno de clase estaba
cubierto de complicados diagramas mostrando el acceso mediante un andamiaje de
cuerdas. No era tan difícil cruzar desde la terraza de enfrente ¿o sí? ¿cómo
hacía Batman? Desanimado, arrancaba la hoja y volvía a empezar.
Como un autómata
seguía las lecciones sin prestar atención, siempre enfrascado en mi proyecto.
Mis notas eran pasables, más por benignidad de los profesores que por mérito
propio; únicamente tenía baja Botánica, como el resto de la clase. Para
eximirme necesitaba un diez; Hugo, quien ya estaba aplazado, consideraba
imposible mi salvación. Continuamente repetía: “No importa griego, estudiaremos
y zaparemos juntos”.
Ambos aprendíamos
por entonces a tocar la guitarra, yo me iba haciendo la idea de un verano
aburrido, estudiando Botánica y ejecutando “zapadas” musicales de gusto dudoso.
A su debido tiempo
llegó el día del examen final. Mientras esperaba mi turno para rendir, oía el
oral de Charovsky: le estaban preguntando porqué la corteza de un árbol, al ser
quebrada, despedía calor.
Charovsky protestó
vivamente, la pregunta no estaba en el temario; siguió una discusión acalorada
entre profesora y alumno, al final “Guaglia” aceptó de mala gana cambiar la
pregunta.
Como Charovsky
tampoco la sabía, se fue aplazado.
Era mi turno; me
senté frente a la profesora como quien toma un café.
-Voy a preguntarle algo fuera del temario, no se asuste.
¿Usted sabe porqué la corteza de un árbol al quebrarse emite calor?
-Es por la energía que libera la glucosa presente en las
células de la corteza.
“Guaglia” sonrió de
oreja a oreja, Charovsky le recriminó haber hecho esa misma pregunta, mi
respuesta correcta ahora la justificaba. Lo había explicado ella en clase, no
estaba en el libro. Por casualidad, yo justo había apuntado ese comentario.
-¿Cuánto necesita para eximirse, Charalambous?
-Diez.
-Usted va a tener ese diez. Puede irse.
Al verme salir tan
rápido después de Charovsky, Hugo bajó el dedo.
-¿Qué, ya te bochó?
Yo levanté el dedo,
displicente.
-No, diez.
-¿En serio?
-En serio.
-¿O sea que no estudiaremos ni zaparemos juntos?
-No. Estudiarás y zaparás solo.
Casi oí a Hugo caer
de espaldas como un personaje de historieta, y hacer “plop”.
Última clase de
Química. Villar apareció tarde, según su costumbre, y fingió estudiar la lista.
Se hizo un pesado silencio, todos sabíamos a quién iba a llamar. El profesor
carraspeó:
-Mirabel. Pase al frente.
Con gesto de
fastidio, Luzbela se levantó y fue a plantarse frente al profesor de brazos
cruzados.
-Usted tiene bajas calificaciones...
-No me diga.
-...voy a darle la oportunidad de eximirse. Grafique en el
pizarrón la tabla de Mendeleiev.
Luzbela se puso a la
tarea, estirándose para escribir en lo más alto, lo cual literalmente permitía
verle el culo. Yo estaba hipnotizado: es ella, me decía, es ella la mujer de la
cúpula. Cuando hubo terminado el cuadro, Villar la interrogó acerca del número
atómico.
-Es el número de protones en un átomo, que determina cada
elemento.
-Dígame el número atómico del Californio.
-98.
-El Laurencio.
-103.
-El Astato.
-85.
-¿Cuál es más pesado, un kilo de oro o un kilo de plomo?
-Depende de quién sea la estatua.
Villar sonrió, la
conversación cambiaba de tono.
-Dígame ¿de qué elementos químicos está compuesta usted?
-Carbono... calcio... hidrógeno...
-¿Qué más?
-Oxígeno...
-¿Eso es todo?
-Son los principales elementos presentes en el cuerpo humano.
-¿Y el hierro? ¿y el fósforo?
-No puedo saberlos todos. Usted no explicó nada de eso.
-Si no sabe de qué elementos está compuesta, no puede aprobar
un curso de Química. Vaya a su asiento, tiene un aplazo.
Luzbela inició la
retirada, pero antes de abandonar el foro se volvió hacia el profesor y dijo en
tono despectivo, de modo que todos pudiésemos oírla:
-Yo sé perfectamente de qué elemento está compuesto usted:
¡plomo!
Viernes por la
tarde. Estoy parado en la esquina de Avenida de Mayo y San José, relojeando.
Acaban de terminar las clases, pero me resisto a volver a casa sin haber
despejado el enigma de la cúpula.
Así que miro caer la
noche sobre la ciudad, y espero. Este juego lo tengo difícil, a lo lejos
relampaguea y empieza a llover. Yo no abandono la esquina: a los quince años es
dura de matar la esperanza.
Llueve fuerte, ya
casi no hay transeúntes; entonces veo pasar junto a mí una mujer en tacones
altos y minifalda, la mitad superior del cuerpo cubierta por el paraguas. Me
pongo a seguirla, dispuesto a todo: mi temor es que ella me vea antes de abrir
la puerta y no entre.
En ese momento la
suerte me echa una mano: cuando apenas faltan veinte metros para llegar a la
puerta, veo venir del otro lado al mismo hombre de edad que me abrió la otra
vez.
Aflojo el paso para
no sobrepasar a la mujer, que camina lenta y provocativamente; es más alta que
yo con esos tacones, no parece Luzbela. Pero como siempre veo a mi compañera en
mocasines, puedo engañarme.
Se para en la última
puerta antes de la esquina y abre con su llave, tras asegurarse de que nadie la
sigue. Yo guardo prudente distancia; no bien entra, me precipito hacia allá para
no perder mi oportunidad, la fracción de segundo que volteó hacia atrás creo
haber reconocido su cara. Ya entra el viejo, casi detrás de ella: lo empujo y
me cuelo adentro, ignorando su protesta con un nervioso “voy al sexto”.
Subo de a dos los
peldaños, llego al primer piso sin ver a nadie: mi oído capta pasos que suben.
Sin duda es ella, puedo sentir su taconeo inconfundible: corro escaleras
arriba, rogando a Satanás que me permita alcanzarla. He pasado el quinto piso,
llego al sexto, y en esa oscuridad, mis ojos captan una silueta: va subiendo
por la empinada y estrecha escalera que da a la cúpula.
Me lanzo al asalto,
en un impulso ciego y feliz; ella no se da vuelta, ha aprovechado mi empuje
para atrapar mi cuello entre sus muslos, bloqueándome el paso.
El hueco de la
escalera es muy estrecho, imposible moverme. Por unos momentos me conformo
acariciando esas piernas que tanto he deseado, y que ahora me constriñen como
dos pitones.
Pero debo llevar mi
presa sexual a la cúpula, para gozarla como corresponde. Hago un movimiento
hacia delante, intentando desestabilizarla: ella aguanta la embestida asiéndose
a las barandas de fierro, y para mejor domar mi rebelión, se ha montado sobre
mis hombros.
Yo estoy sofocado y
sorprendido por el curso que toma la lucha; había descontado que una vez dentro
del edificio podría obligar a Luzbela, o quien fuese esta mujer, a meterse
conmigo en la cama. Pero no logro zafar del aprieto en que me ha puesto, con mi
cabeza retenida abajo de su culo.
Estoy perdiendo la
batalla contra un rival menos fuerte que yo. Me siento humillado, estafado por
el destino; pero no hay segunda oportunidad, no puedo decir “no vale” y empezar
de nuevo. Ella aprieta sin piedad, abusando de su posición superior. Si reacciono,
me tira del pelo con fuerza y se afirma mejor, como una domadora inflexible.
Poco a poco, mis conatos de resistencia van espaciándose hasta desaparecer,
dando paso a una lenta agonía. Entonces ella está segura de mi sumisión y da
comienzo a un ritual lento y cruel. Siento sus nalgas sobre mis hombros
sentándose suave, suavemente, al tiempo que los muslos aprietan ferozmente el
cuello.
Por momentos pierdo
el sentido, sus salivazos mojan mi cráneo y sus manos tiran brutalmente de mis
cabellos como si fuesen crines, mientras la jinete lanza yahoos salvajes y
salta sobre mí a ritmo de galope; es evidente que disfruta montándome ¿llegará
al orgasmo?
Mi derrota fue
completa esa noche. No sé cuántas horas pasamos en la misma posición. Debo
haberme dormido, y mi opresora me dio por muerto o por inservible,
abandonándome en la escalera. Al despertar estaba solo, y un resplandor
mortecino filtraba por el tragaluz. Bajé la escalera y aguardé a que alguien me
abriese la puerta de calle. El señor de edad apareció, dispuesto a pasear su
perro.
-No tiene cara de haber pasado buena noche.
Yo permanecí en
silencio; él abrió y salimos al aire frío de la mañana.
-Cúidese, mocito.
Cada cual se fue
para su lado, rumiando sus pensamientos. El único contento era el perro.
-Ese pibe tiene un complejo.
-Tenés razón. ¿Qué es un complejo?
Oscar apuntó el taco
a la bola roja y sacó un tiro con efecto.
-¿En serio no lo sabés?
Alberto caminó
alrededor de la mesa de billar buscando el mejor ángulo para su tiro.
-No estoy seguro de saberlo. ¿Una idea fija? ¿una obsesión?
-No exactamente. Muchos tienen ideas fijas, pero carecen de
complejos.
-¿Entonces?
Oscar suspiró,
viendo cómo Alberto lograba una carambola. Es más fácil servise de las palabras
que explicarlas.
-Mirá Alberto, un complejo es algo más profundo que el zahir
de que habla Coelho. El zahir reduce el sentido del universo a una sola idea
fija, se adueña de una mente anulando cualquier otro interés, como un abanico
que se cierra.
-¿Y el complejo no?
-El complejo es un conjunto de ideas con personalidad propia,
que hacen al individuo diferente a los demás.
No limita su
actividad mental, más bien la enriquece integrando cada aspecto del universo a
su pasión devoradora.
-Sería una iluminación...
-O una visión particular, una forma de ver el mundo como
nadie lo vio antes.
Alberto se paró
sosteniendo con ambas manos el taco apoyado en el suelo.
-Ahora entiendo tu idea. Eso hace única la obra en esta época
de literatura light.
-Claro, mientras otras novelas doran la píldora con
reflexiones optimistas, ésta transmite vivencias genuinas. Hay una transfusión
de sangre del escritor a la obra.
-Yo debo ser vampiro, porque quiero seguir chupando sangre de
este libro.
Evaluando el juego
con parsimonia, Oscar pasó azul por la punta del taco.
-El lector medio se conforma con agua mineral, pero nosotros
tenemos gustos más fuertes.
-Ya lo creo, flaco. ¡Abajo el new age incoloro, inodoro e
insípido!
-Que te aproveche la lectura.
Oscar midió el tiro
y sacó una carambola a tres bandas que remató la partida.
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