Hojas sueltas



   La llanura está a oscuras, aún no amanece, pero una línea naranja de nubes arde muy tenue, quieta en el horizonte. Yo avanzo campo través con una escopeta de dos caños en la mano, atento a la presa que puede salir corriendo detrás de un matorral. Cada tanto oigo el grito alcahuete de los teros alertando sobre mi presencia, liebres escapan a lo lejos en esa penumbra. Tío Kosta se fue por otro lado: yo ando solo aquí. Me agacho para cruzar un alambre de púa y sigo marchando entre las vacas.
   A mi izquierda corre un arroyo, de él levantan vuelo unos patos; yo apunto y disparo... es difícil bajar un pato, los perdigones resbalan en las plumas sin clavarse, pero esta vez el pato cae abatido por mi tiro rasante.
   Bajo a la ribera a cobrar mi presa, en eso salta una liebre tras el arbusto, giro y disparo el otro cartucho, todo ocurre en un segundo... ahora cobro dos presas en lugar de una. Me acerco a la liebre, ya no se mueve: en el campo es muy poca cosa la muerte. La meto en el morral y busco la forma de alcanzar el pato, está difícil porque ha caído en medio del agua. Busco en la penumbra y encuentro una caña, con ella acerco el pato y lo meto al morral, donde cabe de todo. 
   Recargo el arma y emprendo el regreso al auto, son varios kilómetros a pie, pero estoy satisfecho: esta noche cenaremos menudo estofado. Mis botas pisan charcos o aplastan cardos con la misma indiferencia, yo nada siento durante la marcha, ensimismado en mis reflexiones: antes me daba impresión matar liebres, pero ya no soy un adolescente, tengo veintitrés años, soy hombre de pelo en pecho y mato animales a sangre fría.
    En eso veo acercarse un jinete por la llanura; malas noticias, me digo, vienen a echarme del campo. El jinete llega a pocos pasos de mí, no es un gaucho, ni un peón de estancia... siento acelerarse el corazón al ver una mujer de larga cabellera negra, montando desnuda, o casi, sólo tiene puesto un poncho corto hasta la cintura y una tanga.
-No se puede cazar acá. ¿Quién le dio permiso?
-Nadie... ya me voy.
-Deme las presas que cazó.
-¿Para qué las quiere?
-A usted qué le importa, no son suyas.
-Son mías, yo las cacé.
   La mujer avanza el caballo peligrosamente hacia mí, obligándome a dar un salto atrás para evitar ser atropellado. Monta en pelo, parece más una india que otra cosa, no sé cómo pude confundirla con Luzbela años atrás. Y no es que no sean parecidas, pero esta mujer es salvaje, tiene la expresión tosca de quien vivió toda la vida en el campo: Luzbela no puede haber cambiado tanto en seis años.
-Usted de acá no se lleva nada, deme la caza.
-Yo no vine a cazar para usted.
-¿No me la da?
-No.
   La mujer desenrolla un lazo que lleva en la mano y revoleándolo en el aire hasta formar círculo lo arroja hacia mí: quedan mis brazos aprisionados junto al pecho, es imposible moverme. Al momento talonea el caballo lanzando un “Hah” salvaje y parte al galope, arrastrándome detrás. Mi rostro se llena de tierra enseguida, cardos y otras plantas espinosas laceran mi carne, mientras delante sólo es visible la polvareda levantada por el caballo.
   Me arrastra más de cien metros, yo apenas puedo levantar el cuello con esfuerzo para no morir golpeado por una piedra, pero no voy a aguantar mucho así. La india no da muestras de piedad, hace galopar su potro cada vez más rápido, pero entonces se corta la cuerda y yo quedo tendido en la llanura mientras ella se aleja.
   Logro ponerme de pie y quitarme el lazo, aún sostengo mi escopeta en la mano, sin pensarlo dos veces apunto hacia un blanco distante y disparo: la jinete ha caído.
   Siento calor en el cuerpo mientras voy para allá, no soy dueño de mis actos. Es difícil encontrar a alguien en el campo, el caballo ha escapado dejándola ahí, camuflada como una perdiz en la llanura.
   Todavía no ha amanecido pero mi vista es de águila, pronto la descubro escondida tras un arbusto.
   Me acerco a la figura yacente, escopeta en mano: el cuerpo es atractivo, la piel curtida por el sol, pero el rostro es cruel y desalmado. No se ve la herida, los perdigones entraron por la espalda; tal vez con atención adecuada pueda salvarse. La india me clava la mirada con una súplica muda, pero en el campo la vida de una mujer y una liebre valen lo mismo. Apunto a la cabeza.

   Un disparo ha sobresaltado a los teros, levantan vuelo y se pierden en la inmensidad del cielo pampeano. Tío Kosta ve llegar de lejos a su sobrino mientras limpia el cañón de su arma junto al auto.
-Dimitri ¿qué te pasó?
-Nada, me caí tratando de cruzar un alambrado.
-Estás todo lastimado...
-No es nada, vámonos.
-¿Cazaste algo?
-Sí, un pato y una liebre... y también maté una víbora.
-¿En serio? ¿la trajiste?
-No, era muy pesada.
-¿Qué era, culebra o boa?
-Boa, de las que matan apretando...
-Menos mal que no te agarró, sobrino.
-Sí, menos mal...
   Tío y sobrino guardan las escopetas y entran al auto. El viejo Falcon sale a la ruta con el baúl lleno de caza menor, acelera y se pierde de vista.

  Estaba mintiendo, por supuesto; el episodio entero es falso. Construí esta fantasía sobre el recuerdo de una partida de caza que hice hace tiempo con mi tío Kosta, quien hace años se volvió a Grecia. En aquella ocasión vi algo que me afectó profundamente, y cuya impresión aún pesa en mi ánimo. Ahora recupero la escena: es una madrugada de invierno, mis dedos están entumecidos sobre el gatillo de la escopeta. Yo avanzo solo con mi arma por la llanura anochecida, mientras un fuego naranja muy quedo y frío enciende el cielo.
   Mi camino me lleva hacia un árbol aislado en medio de la llanura, es un caldén centenario. Al acercarme distingo unos pequeños atados colgados de las ramas, parecen ofrendas a algún dios desconocido. Doy vuelta al tronco y encuentro unos cirios ardiendo dentro de vasos, frente a la foto enmarcada de una mujer con poncho.
   El viento gime lastimero haciendo tiritar las hojas, y yo permanezco mudo frente a la imagen, mientras la luz del amanecer va creciendo. Creo haber reconocido a la mujer… sí, tiene el aire montaraz, la misma mirada que me impresionó en la adolescencia, cuando nos vimos a través de la ventanilla del micro detenido. Fue por estos mismos parajes donde venimos cazando, camino a la costa. Y ahora ha muerto, y la veneran como a una santa… no es esta su tumba, no; es un santuario profano -quizá el primero consagrado a ella- donde la gente de los alrededores expresa su devoción con fuego y ofrendas en forma de atados colgantes.
   Tomo el retrato en mis manos y lo acerco a mis ojos: no sé cómo antaño pude confundir a esta mujer con Luzbela. La foto muestra una paisana, casi una india; mi compañera no puede haber cambiado tanto en seis años.
   Dejo el retrato apoyado en el tronco y miro por última vez la escena: una vaga tristeza me invade, junto a una sensación de futilidad. Esta mujer fue la dueña de albas y noches, y también, por un verano inolvidable, fue dueña de mi alma. Y ahora no existe. En el campo es muy poca cosa la muerte. Giro sobre mis talones y me alejo de aquel santuario silvestre donde ha quedado difunta una parte de mis sueños. 

     Un disparo sobresalta  a los teros, levantan vuelo y se pierden en la inmensidad del cielo pampeano. Tío Kosta ve llegar de lejos a su sobrino mientras limpia el cañón de su arma junto al auto.
-Dimitri ¿viste la cigüeña?
-Sí, me pasó por enfrente.
-¿Y porqué no le disparaste? A mí el tiro se me desvió por poco.
 -Ya sabés el refrán: “en el campo la vida de una cigüeña y una mujer valen lo mismo”.
-Mejor dejarla vivir, entonces.
-Sí, es mejor.
   Tío y sobrino guardan las escopetas y entran al auto. El viejo Falcon sale a la ruta con el baúl lleno de caza menor, acelera y se pierde de vista.


                                                         **********


-¡Griego! ¿qué hacés?
-¿Eh?... ¡Mauro!
-¡Casi no te reconozco! Yo miraba y decía ¿será el griego?
-¿O será un turco?
-¿Cómo andás tantos años?
-Bien ¿y vos?
-Acá me ves.
-Vení, vamos a tomar un café. Recién salgo de los Tribunales.
   Nos fuimos al Petit Colón, un café lleno de abogados. Todos discutían cuestiones jurídicas con sus clientes, planeaban estrategias procesales o les explicaban cómo responder a un interrogatorio.
   Mauro y yo nos acomodamos junto a una ventana, ninguno de los dos teníamos apuro.
    Pedimos café y quedamos estudiándonos: Mauro se veía bien, vigoroso y pintón, ambos habíamos cumplido los treinta.
-Sos abogado ¿no?
-Sí, y vos estudiabas ingeniería...
-Me recibí.
-Ingeniero Moure ¿qué tal?
-Ahí ando, trabajando.
-¿Casado o soltero?
-Casado y con un hijo, se llama Santiago.
-Choque, somos del mismo club. El pibe mío se llama Gabriel, lo traje importado de Grecia.
-¿Estuviste viviendo allá?
-Varios años... anduve yirando por toda Europa.
-El que vive en Europa es Nelson.
-Sí, lo vi en París. Vivía en un quinto piso por escalera, y justo andaba con un yeso en la pierna.
-Qué cómodo.
-Imaginate. Yo había ido a vender un libro antiguo, y no teníamos dónde dejar las valijas hasta encontrar hotel. Digo me voy a lo de Nelson, tengo solucionado el problema.
-Y tuviste que subir las valijas los cinco pisos...
-Mientras Cris lo ayudaba a él a subir... un desastre. Menos mal que su pareja, Silvie, cocina rico.
-¿En París no hay ascensores?
-Parece mentira. Hay edificios viejos de cinco pisos anteriores a la invención del ascensor.
-Uy...
   El mozo llegó trayendo los cafés, por un momento nos concentramos en el aroma y el sabor de la bebida.
-Che… ¿y de los compañeros qué se sabe?
-La mayoría ya están casados… la primera fue Mabel Arata.
-Claro, ella era la primera de la lista…
-¿Vos estuviste en la boda de Perito?
-Sí, fue allá en la quinta. Por poco no armamos un picadito en plena fiesta.
-Bueno, él ya tiene tres hijos…
-No perdió el tiempo, por lo visto. ¿Y la parejita de la división?
-¿Eva y Alejandro? También se casaron… el que no se casa seguro es Fede.
-¿Porqué?
-Se hizo cura.
-Ah… claro. Pintaba para eso.
-Está en una parroquia de Paraguay, o de Santiago del Estero. Y también viaja al Vaticano.
-Mirá vos, el padre Fede…
-…Y sor Luzbela.
   Miré fijo a Mauro, pero no pestañeó.
-No entiendo.
-Cuando una mina se mete a monja, le dicen sor. ¿O no?
-¿Luzbela se metió a monja?
-De clausura, en un convento de la colonia.
-Me estás jodiendo…
-Te lo juro. Fue una decisión repentina, tomó los hábitos y nadie más la vio.
-¿Monja, con ese cuerpo?
-Justamente, tenía el diablo en el cuerpo. Tal vez le hayan hecho un exorcismo...
   No lo podía creer. Y temo que mi lector tampoco. Hubiese preferido este final para mi novela, en vez de contar la cruda verdad. El destino de mi promoción fue tan doloroso, que la pluma erige cualquier fantasía con tal de evitarlo. Pero ya es hora de referir nuestra conversación sin filtros, desde el momento en que el mozo nos trajo los cafés, y ambos hicimos una pausa para saborear el líquido estimulante y negro.

  Mauro fue el primero en romper el silencio, su tono de voz había cambiado.
-Nos vimos pocas veces con los compañeros. Al principio hubo algunas reuniones de división, después la cosa se deshizo porque desaparecieron varios...
-Sí, algo supe... a mí el que más me dolió fue Juan Carlos. 
-¿A él lo mataron el día de la invasión al Colegio?
-No, un año después. Pero ya lo tenían marcado...
-Nuestra promoción fue la más castigada por la represión, tuvimos muchas bajas: Juanca Losoviz, Alberto Gutman, Patricia Palazuelos, Carolina Segal...
-Koke Nakamura, que fue compañero mío en la sexta...
-Sí, Koke, después hay varios de la mañana que no me los acuerdo... 
-Nora Friszman...
-Y la última en desaparecer fue Luzbela Mirabel.
-¿Cómo?
   Quedé mirándolo atónito ¿de qué hablaba Mauro?
-No me digas que no lo sabías.
-No. No sabía nada.
-Luzbela desapareció en el ’81.  
 Mi corazón detuvo sus latidos, mientras en mi mente se agolpaban imágenes caóticas: el santuario con cirios ardiendo, los atados trémulos al viento, la mujer con poncho…
-¿Y cómo fue, se la llevó el ejército?
-Nadie sabe en realidad. Desapareció y la dieron por muerta.
-¿Pero fue un operativo?
-Yo hablé una vez con Eva, y el tema es medio confuso. Luzbela era huérfana y vivía en el campo con una tía; un día Eva la llamó y la tía dijo que había desaparecido, no quiso dar detalles. Y como ella anduvo en política...
  El ánimo se me ensombreció al oír esto: mi amor adolescente ya no vivía, una estrella había caído del cielo. Ahora volvían las preguntas que años atrás no quise plantearme. ¿Se había convertido Luzbela en objeto de un culto rural? ¿Su retrato era besado con veneración por viejas devotas y gauchos supersticiosos? Resultaba extraño pensar en mi amor adolescente como una santa celestial, un ícono sacro…
-Griego, te veo meditabundo.
-No es para menos. Vos me traés recuerdos largo tiempo olvidados.
-Así es la vida... bueno, yo me tengo que ir.
-Sí, vamos.
   Pagamos el café y salimos a la calle. Nos despedimos en la esquina con un abrazo.
-Un gusto verte bien, viejo.
-Lo mismo digo. Suerte.
   Mauro tomó un taxi y me saludó por la ventanilla. Yo di media vuelta y eché a andar por la ciudad como un peatón anónimo, un tipo medio con su traje gastado, que no tiene nada interesante para contar.













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