Vuelta al Colegio



   Volví a Buenos Aires. Conforme el micro se acercaba a la ciudad, una apoteosis de humo cubría el cielo rosado del crepúsculo. Grúas, torres de electricidad, edificios en construcción… apenas puedo describir la depresión que todo eso me causaba, a tal punto mi espíritu se había fundido con el paisaje luminoso y sencillo de la costa. Ahora nos adentrábamos en los suburbios: casas sucias, gente miserable, galpones y –horror de horrores- fábricas… todo iluminado por focos amarillos, cuyos reflejos sobre el asfalto mojado por la lluvia eran tristes como un velorio…
   Por fin llegamos al centro, y su pompa arquitectónica tuvo el efecto de cambiar mi ánimo: la depresión se esfumó, para dar paso a un estado de expectación y alerta. ¿Cómo encontraría a mis compañeros? Yo había cambiado ese verano, mi voz se puso más grave y pegué tremendo estirón… ya no sería el benjamín de la clase. Mi instinto se había vuelto difícil de controlar, la era del amor platónico pertenecía al pasado. Llegaba la hora de hundirme en las profundidades de la ciudad, y perder la virginidad de cuerpo y alma, para saciar al demonio que se había apoderado de mí.
   Por sobre todo me intrigaban los cambios anatómicos en mis compañeras de colegio, eso sería digno de ver.

   No más entrar al atrio principal, Mauro Moure vino a mi encuentro:
-Griego, vamos a ser compañeros de nuevo.
-¿Cómo?
-Cambiaron todas las divisiones.
   En efecto, los celadores llamaban lista a la puerta de cada aula, había un desconcierto general.
-¿Dónde vamos nosotros?
-A la novena.
   Entramos y ocupamos los últimos bancos, junto con Nelson y Hugo, compañeros míos de tercero. Estaba contento de encontrar a mis amigos, conversando distendidamente con Mauro, cuando se hizo un silencio en el aula, y el corazón me dio un vuelco: ¡Luzbela! Entró con una falda muy corta, como para refrescarnos la memoria a quienes hubiésemos olvidado sus piernas. Pero ¿qué se había hecho en el pelo? Lo tenía negro como azabache... cierto que desde primer año se le había ido oscureciendo, pero ahora le daba un aire peligroso y salvaje... yo quedé atónito por el cambio: me parecía estar viendo a la muchacha del campo.
     Llegó el profesor y comenzó la clase, pero mi mente estaba en otra parte. Mientras los demás tomaban notas en el cuaderno, yo permanecía inmóvil, espiando a Luzbela. Me preguntaba si era posible... no, qué locura. Ella era estudiosa, buena, cómo iba a portarse así. Y además, yo la hubiese reconocido... bah, eso creo, aunque cruzamos una sola mirada, de lejos, a través de la ventanilla de un micro... ¿Y cuando me salvó en la playa? Sólo la vi de atrás, y después, muy cerca, casi sin sentido... Bueno, pero ella sí me vio bien ¿o no? Morado sobre la arena, revuelto el pelo, quizá con espuma en la boca... sin contar con que yo también había cambiado mucho durante el año que no nos vimos.
   La clase transcurría sin que yo fuese capaz de captar una sola palabra del profesor. De pronto ocurrió algo curioso, mientras me debatía en la duda: Luzbela giró la cabeza y me miró a los ojos. Era una mirada rara, atenta, como estudiándome. Se volvió hacia adelante con una sonrisa ambigua, y yo quedé más desconcertado que antes.
-Che, griego –interrumpió Mauro- ¿te acordás la vez que te tiraste abajo de un banco para verle las gambas a Luzbela?
-Ahora ya no hace falta tirarse al piso, con la minifalda que se puso –repliqué, absorto.
-Eso es una culifalda –apuntó Hugo.
   Todos nos reímos, pero el comentario me recordó algo: aquella vez descubrí que Luzbela usaba media pantalón de seda... y la muchacha del campo llevaba puesta también una media pantalón, desgarrada por el uso.
   Esa tarde volví a casa obsesionado por el enigma. ¿Era posible que Luzbela tuviese dos personalidades? Por lo pronto, su aspecto denunciaba una metamorfosis, la chica dulce que conocí en primer año se había transformado en una mujer felina e imprevisible: de puro atractiva daba miedo.

   Los días siguientes observé en Luzbela un comportamiento extraño: no me hablaba, incluso parecía evitar mi presencia. Nada más acercarme al grupo donde estaba, provocaba en ella una huída precipitada. Esto no era lógico, considerando su anterior indiferencia por mí. A menos que tuviese la conciencia intranquila... Decidí averiguar discretamente dónde había pasado el verano, interrogando a Eva.
-¿Qué tal, tanto tiempo?
-Bien ¿y vos?
-Diez puntos. Se nota que tomaste sol este verano.
-Sí, estuve en Pinamar.
-¡Fabuloso! ¿Luzbela fue con vos?
-No ¿por qué?
-Digo, como suelen andar juntas...
-No, ella en verano se borra, tiene una estancia en el campo...
-¿Ah, sí? ¿por dónde?
-No sé bien, creo que por la costa.
-Ah...
-Si querés le pregunto justo dónde es.
-No, está bien, era curiosidad nomás. Bueno, me alegro que seamos compañeros de nuevo.
-Yo también.
-Chau, nos vemos.
   Una voz de alarma apenas audible sonaba en mi interior. No preguntes más, me dije. A fin de cuentas, yo también tenía bastante que esconder bajo la alfombra. Allá cada cual con sus secretos, y vuelta de hoja.
“Todos tenemos dos caras, como la luna” (Mark Twain)

   No sólo nosotros, ayer niños, hoy adolescentes inquietos, habíamos cambiado: el país vivía una crisis que repercutía en el Colegio, trastornando su rutina. Perón había vuelto del exilio, provocando su arribo una masacre en Ezeiza. El clima estaba enrarecido, con facciones terroristas instaladas dentro del gobierno mismo, mientras el presidente Cámpora preparaba nuevas elecciones para transpasar el poder al general. Muchos compañeros comenzaron a intervenir en política, atrayendo la vigilancia solapada de los servicios secretos. La disciplina se relajó; algunos pasaban horas enteras de clase en un bar de la esquina, llamado El Querandí. Otro grupo frecuentaba no sé qué sucucho, seguramente con una ideología opuesta.
   El principal responsable de este desorden, a mi ver, era el rector Aragón, hombre de izquierda. Sé que muchos compañeros, al caer estas líneas bajo su mirada, no estarán conformes con mi apreciación. Aragón era para ellos un guía ideológico, el líder que encauzaba la revolución dentro del Colegio. Yo no dudo de sus buenas intenciones, pero un hombre que entonces tendría la edad mía de hoy, debió haber previsto lo que venía, una represión feroz que costó la vida a muchos de mis compañeros. Y si no lo previó, al menos debió abstenerse de azuzar las pasiones políticas en jóvenes inexpertos, casi niños aún, que desconocían todo acerca de la sucia trama del poder, y cómo éste podía aplastarlos cual hormigas. ¿No es, acaso, la primer obligación de un rector proteger a sus alumnos?
   Esto yo creo, y que me perdonen quienes piensan distinto; pero ya la sombra del terror se cernía sobre el Colegio, aunque nosotros no nos dábamos cuenta, como ovejas conducidas al matadero.

   Cada división debía nombrar un delegado, a fin de que el centro de estudiantes cumpliese mejor sus funciones nulas. Por unanimidad elegimos a Luzbela, quien además de ser la más linda, mostraba interés por la política. Tal afición la alejaba irremisiblemente de mi mundo espiritual, ajeno por completo a los conflictos de poder. ¡El reparto de la riqueza! Ésa era la principal cuestión que se ventilaba en las discusiones entabladas aquí y allá, en grupos más o menos abiertos, durante las horas libres. ¿Qué podía importarle eso a alguien cuya felicidad fincaba en el ensueño, cuya agonía dependía de lo corta o larga que fuese una falda?
   Mi familia pasó de pobre a próspera sin que yo notase la diferencia. La mayoría de mis compañeros provenían de familias ricas; todavía recuerdo mi asombro al visitar los siete baños del departamento de Perito, cuyo padre además era propietario de una quinta, con cancha de fútbol y todo. En contraste, nosotros no teníamos auto, ni equipo de música, hasta que mi hermano se armó uno comprando cada capacitor y resistencia. Al lado de mis compañeros, yo era un “poligrillo”. Y era gracioso oírles hablar de distribuir la riqueza, a ellos, que no regalaban un centavo a nadie, y a mí, desdeñar esas cuestiones con la indolencia de un dandy ¡que no tenía dónde caerse muerto!
   Pero la gente adopta una ideología por esnobismo o hipocresía. Y si no, véase el ejemplo de Pablo Roth, quien no dejaba pasar ocasión de echarnos un discurso contra el “imperialismo yanki” subido a una tarima, como un tribuno de la plebe. Total, que terminó como funcionario del más vendepatria de los gobiernos argentinos, sirviente fiel de ese mismo imperialismo yanki que tanto denostaba.

   Pero quiero volver a ese tiempo, dejando aparte la evolución y contradicciones de mis compañeros y de mí mismo en los años que siguieron al Colegio. Vuelvo a mi cuarto año, estoy vestido con blazer y pantalón gris, llevo una corbata de elástico azul que es una calamidad. Justamente, se hablaba entonces de abandonar el uniforme, y concurrir al Colegio en ropa de calle. Los muchachos estaban excitados con la perspectiva de ver a las chicas en pantalones ajustados, en cuanto a mí, ya la minifalda de Luzbela me hacía perder el sueño, no podía imaginar nada peor.
   Cuando llegó el día de la liberación, no supe qué ponerme. Mi ropa daba calambre, recién entonces lo notaba. Combiné mal una blusa azul eléctrico regalada por mi tía con un pantalón crema comprado por mamá, y así me fui al Colegio.
   Mis compañeros apenas lo habían hecho mejor, y en cuanto a las chicas... bueno, estaban elegantes, con blusas nuevas y pantalones, o vestidos, pero sobrias.
   Demasiado normal para mi gusto, ya podíamos mimetizarnos con cualquier grupo de oficinistas. Casi me paro en el frente a pedirles que vuelvan al uniforme.
   A decirles... que quien viste ropa de calle es un tipo normal, pero quien no abrocha el último botón de la camisa es un rebelde, si viste uniforme.
   Luzbela vino enfundada en un conjunto jean que le daba cierto aire rockero. Pero ella misma no debía estar conforme, y pronto volvió a la minifalda, que le aseguraba más diversión.

   Nuevo duelo futbolístico con los del turno mañana. Ahora tenemos posibilidades de salir campeones, ya no somos los menores del torneo. No recuerdo muy bien las incidencias de ese partido, o mejor dicho: no recuerdo nada, excepto el resultado y la última acción. Veníamos ganando por un gol, y faltando cinco para el final hubo penal para ellos. La acomodó Kunz, un delantero de mucha calidad, como casi todos los jugadores de ese odioso equipo.
   Nuestro arquero se agazapó como un gato –esto lo digo por decir, en realidad ni recuerdo quién era-. Kunz caminó despacio hacia la pelota y la acarició de zurda, con gran clase: el tiro entró con vaselina junto al palo derecho del arquero. El referí se llevó el silbato a la boca para convalidar el gol, pero yo le hice notar que hubo invasión de área (de algo me habían servido unas figuritas cuadradas que coleccionaba de chico, con la explicación de un artículo del Reglamento del Fútbol en el reverso). En efecto, un delantero había cruzado la línea prohibida del área grande antes que el ejecutor impactara la pelota, a fin de llegar primero a un eventual rebote. El de negro tomó a mal mi observación, y me sacó tarjeta roja. ¿Cómo osaba menoscabar su autoridad? Al mismo tiempo, admitió que yo tenía razón, y mandó ejecutar de nuevo el penal. Así se pone la gente apenas obtiene un poco de poder, quisquillosa. Si yo estaba en lo cierto ¿a qué venía mi expulsión?
   En fin, Kunz volvió de mala gana al punto del penal, y el arquero volvió a agazaparse como un gato. Esto último –ya lo aclaré antes- es sólo una suposición, aunque con muchas probabilidades de ser cierta. Kunz caminó despacio, volvió a acariciar la pelota de zurda con gran clase –no nos cuesta nada suponer que el arquero voló- y… el tiro pasó con vaselina junto al palo derecho del arquero. Penal errado. Yo había mirado todo desde afuera, mi expulsión dejaba al equipo con un jugador menos, pero con un gol más. Pasaron cinco minutos inciertos –yo levitaba sin darme cuenta siguiendo las acciones de lejos- y el triunfo quedó firme: 3 a 2.







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