Quinto año y último




   Estoy sentado en el banco de un parque, cerca mío una fuente arrulla con su canto de agua. Enfrente, la fachada elegante del hotel Morrison, y al otro lado, en diagonal, un bulevar arbolado. Creo hallarme en Inglaterra, cielo gris y una fina llovizna, austeridad y placidez de un orden tradicional. Dos jóvenes estudiantes de rasgos andinos pasan frente a mí: estoy en Bogotá, es el parque León de Greiff. Leo “El beso de la mujer araña” de Manuel Puig, mi opción entre los diez autores que nos dio a elegir Pedro (Pedro Antonio López Sierra, decano del Seminario y futuro tutor de mi tesis, hombre de trato noble y sencillo) para el trabajo final de Teoría Literaria.
   Quedo ensimismado unos momentos: yo asocio el verde inglés con el estudio y mi vida de colegio, no sé porqué. Las plantas, los jardines simétricos, reflejan un orden que yo quisiera seguir en mi vida, tan a menudo desviada de lo correcto y adecuado. Pero no era yo el único incapaz de atenerme a la norma de estudio metódico y conducta fijada por Amadeo Jacques: el Colegio entero, en ese último año de mis estudios, pareció desbordarse en una ola de irracionalidad y locura que a algunos costó la vida.
   Afilo mi pluma para contar aquello que no debió haber ocurrido, y sin embargo ocurrió...

   Volvimos a clases para cursar el quinto año del Nacional, como ovejas descarriadas que el pastor reúne de nuevo, golpeándolas con su báculo. Mauro y Hugo se habían dejado el pelo largo como hippies. Víctor F. llevaba en el bolsillo su kipá judío, y a veces se lo ponía: ya planeaba emigrar a Israel. Fede adquirió la dulzura de un sacerdote en el trato, en tanto Pablo Roth se afirmaba en su pose de orador, meditando alguna diatriba contra el imperialismo yanqui. Luzbela y yo no nos mirábamos: nuestros senderos ocultos comenzaban a converger demasiado, y teníamos vergüenza de vernos el uno al otro como en un espejo.
   Una vez más, se reinició la rutina de estudios, y aunque nadie ponía atención, la inercia acumulada de años anteriores nos prestaba eficacia a la hora de responder a los profesores o hacer las tareas.
   Filtraba en nuestras mentes un flujo de conocimientos que entonces no apreciábamos, pero a la larga había de decantar y convertirnos en verdaderos bachilleres.

   Orientación Vocacional. Escriba cada uno un número en un papel y pónganlo en este cesto. Anoten sus preguntas en otro papel, y lo guardan para ustedes. Luego vienen en orden y sacan del cesto un papel con un número.
   El que saque el número 4, por ejemplo, va a responder las preguntas que correspondan a esa cifra, y entonces el autor de las preguntas va a saber lo que otro piensa acerca de sus dudas e interrogantes. Anota en un papel sus comentarios a las respuestas que dio el compañero, y lo mete de nuevo en el cesto. Después mezclamos todo...
   Este método contribuyó mucho a orientarnos vocacionalmente, y así nadie equivocó su carrera. A la tercer clase, Alejandro Hernández hizo un planteo a las profesoras (eran dos, para ayudarse a revolver los papeles y las ideas) y éstas poco menos que se escondieron bajo el escritorio... el resto del año tuvimos esa hora libre.

   Inglés. Today is May 10. I am the pupil. You are the teacher. Today is May 11. Yes. No. Very well. Today is May...
-Chicos ¿no quieren que sea su consultora pedagógica?
-¡Sí!...
-Perfecto. Hablemos de los problemas que tienen con otros profesores. A ver, por ejemplo Soledad ¿qué me podés decir?
-Bueno, a mí no me gusta la manera de enseñar que tiene el profesor de Historia.
-¿Por qué?
-Da demasiadas fechas...
-¿Y vos, Alejandro?
-A mí no me gusta el profesor Minervini.
-Ahá.
-Escribe todo el tiempo en el pizarrón y no explica nada.
-¿Qué escribe?
-Ecuaciones.
-¿Y no explica?
-No.
-Pero la explicación ya está en el libro.
   Quien intervino es Alfredo. Ale lo mira.
-¿Qué libro?
-El libro de Matemáticas. ¿No lo tenés?
-A mí no me dieron la bibliografía.
-Ahá.
   La profesora apunta algo en su agenda.
-¿Quieren que hable con Minervini?
-Podría ser.
-No...
-Sí, que hable.
-Votemos.
   Algunas manos se levantan, otras no.
-Mejor piénsenlo bien, y lo decidimos la próxima clase.
-Sí, va a ser mejor.
-Ahora vamos a tratar la metodología de enseñanza en el Colegio. Formen grupos de discusión, de a cinco, y cada cual elabore una propuesta. La próxima clase leemos las propuestas y las sometemos a debate.
-Okey.
   ...Y esa fue la única palabra que aprendimos de inglés.

   Literatura. El profesor es un vasco de buen ver, llamado Irundayn. Nos hace estudiar textos medievales, por ahí describe al Mío Cid como un canto a la hispanidad. Yo cojo al vuelo la frase, y en el examen escrito la prodigo sin freno: el poema es “un canto a la esperanza”, las hijas del Cid son “un canto al amor”, el mismo Ruy Díaz es “un canto al valor”, y hasta los infantes de Carrión son “un canto a la traición”.
   Al recibir de vuelta el examen corregido comprobé que mi prosa no había engañado al profesor: “¡Olé!”, anotó al margen, “Dejate de cantar”.

   No retuve una sola fórmula de cuantas nos enseñó Carbone, el profesor de Física. Mi memoria guarda un único recuerdo de sus clases: el laboratorio está oscuro, sobre la mesa de trabajo del profesor un rayo de luz blanca incide sobre el prisma y se descompone en colores de una pureza irreal. Quedo mirando el verde, es claro como un alma infantil y libre de cualquier impureza. También el rojo es bello, así visto no sugiere pasión, como los faroles pecaminosos de los hoteles de alojamiento.
   Si el mundo pudiera ser así de puro, diverso y complementario como estos colores, sin tanta basura moral y física... si fuésemos hijos de la luz, dejando atrás las tinieblas del corazón y la carne... si los átomos puros de estos rayos no se combinaran en moléculas pesadas para formar sustancias grasosas y sucias que infectan las ciudades... esto pensaba al ver aquel prodigio, un simple experimento físico denominado: difracción de la luz a través de un prisma.

   Un esqueleto es el resto material de un hombre difunto. O es vida cristalizada, como pensaban los incas. O es un amigo a quien gastarle bromas, ponerle un cigarrillo entre los dientes, hacerlo girar al ritmo de palmas, éste era Carlitos, “nuestro” esqueleto suspendido de hilos en el laboratorio de Anatomía. El profesor Albasetti se paraba al lado para explicarnos la posición y el nombre de cada hueso del cuerpo humano, y Carlitos compartía con nosotros la clase magistral, oyendo atentamente.
   No sólo Carlitos servía como ilustración en las clases de Anatomía: también había maquetas con distintos cortes del corazón, para que pudiésemos estudiar las principales arterias y venas. Cierta vez el profesor explicó el funcionamiento de las válvulas cardíacas, y cómo se habían ideado válvulas de acero para reemplazarlas cuando se descomponían. Yo pensé que esas válvulas metálicas harían ruido como un reloj; imaginé al pobre hombre que la tuviese instalada en el pecho, vigilando día y noche su funcionamiento, del cual dependía su vida. ¿Cuánto podría durar un hombre así?
   El profesor se encargó de responder mi pregunta no formulada: explicó que las válvulas metálicas producían suicidios, razón por la cual fueron  reemplazadas por otras de plástico, más silenciosas. Yo quedé melancólico, pensando cuántas agonías hubiese podido evitar mi pregunta, de haberse formulado en el ámbito y en el momento oportuno.

   En el subsuelo del Colegio había una piscina olímpica que se habilitaba por temporadas para natación de alta competencia. Cierta vez me acerqué a echar una ojeada, y ahí estaba Luzbela nadando como un delfín. Yo recordé mi incursión mar adentro, cuando casi me ahogo persiguiéndola: era ella sin duda, el agua es su elemento. Reflexioné acerca de nuestra irreductible oposición: a mí no se me dan la equitación y la natación, precisamente los deportes en que Luzbela destaca. Salió del agua y me saludó con una sonrisa inesperada, que tuvo la virtud de transformarme en un cubito de azúcar derretido. ¿Porqué seré tan débil?
   Todas sus crueldades e infamias podía perdonarle a cambio de una sonrisa: yo no soy Calvino o Lutero para aplicar un código moral sin mirar a quién.

   La pelotita va y viene, viene y va, los ojos de Luzbela se mueven siguiéndola: de un lado estoy yo, del otro Leandro Martínez, quien volvió al Colegio de visita después de dos años sin vernos. Lo hicimos pasar al S.U.M. para jugar un pin pon, aprovechando la disciplina relajada.
-Antes el Colegio no era así.
-No, en tu época no dejaban pasar a nadie.
   Hablamos mientras cruzamos violentos remates, porque ninguno quiere perder frente a Luzbela.
-¿Se supone que tienen hora libre?
-No, ahora tenemos Historia con el viejo Cao.
-¿Y?
-No pasa nada. Bajamos después y damos el presente al celador.
   Leandro y yo tenemos ahora la misma altura, la paridad de fuerzas se refleja también en el marcador: 20-20, y el próximo tanto define. Luzbela se pone de pie, no sé si para ver mejor o para mostrarle su figura a Leandro: no, está frente a la red, con el ánimo en vilo e indecisa como la victoria.
   Hay un peloteo interminable, los dos jugamos a segura, poniéndole presión al otro. Al final, los nervios traicionan a Leandro, y su tiro queda en la red. Mi oponente ensaya una sonrisa, Luzbela se va sin decir palabra. Después de todo, a nadie le importaba ese partido.

   ¡Votación! Hay que elegir nuevo delegado de la división. Han surgido diversas facciones, la unanimidad en torno a Luzbela se ha roto. Pablo Roth quiere obtener el nombramiento, para ir fogueándose en política. Pero no cuenta con muchas adhesiones; Víctor F. también va, quiere imprimir un sesgo sionista al Centro de Estudiantes, que no se ha expresado claramente respecto de la situación en Oriente Medio. Luzbela no se quiere bajar del puesto –ella nunca se quiere bajar- y va por la reelección. La lucha se presenta reñida, y son los indecisos quienes han de decidir. O sea nosotros: el Lumpen.
   Con parla meliflua –desconocida en mucho tiempo- los candidatos y sus secuaces se acercan a pedir el voto. Luzbela misma, quién lo diría, se arrima a nuestro arrabal, pero es demasiado orgullosa para pedir nada: se contenta con lanzar al aire una pregunta despectiva:
-Me imagino que ustedes no irán a votar a esos giles, ¿no?
   Ante lo grave de la situación, el Lumpen decide reunirse en asamblea extraordinaria: somos siete, Mauro Moure, Hugo Sotelo, Nelson Feldman, el Marqués –Marchesotti-, el gordo Soto, Juan Carlos Losoviz, quien disconforme con las propuestas se nos ha sumado, y un servidor.
   La deliberación es intensa, como en los días de mayo, pero al final se hace la luz, y decidimos no apoyar a ninguno de los tres candidatos. Antes bien, ¡proponemos formalmente a la división la candidatura de Mauro Moure! Hay risas generales, seguidas de una moción por parte de Pablo Roth y Víctor F. para descalificar al candidato: alegan inmadurez, y animus iocandi, a lo cual respondo con serenidad de abogado que Mauro tiene tanto derecho como cualquiera a presentar su candidatura, y lo va a ejercer.
   Luzbela nos mira con ojos brillantes, furiosa. Creía contar con el voto de sus admiradores, mas he aquí que éstos se muestran inconstantes. No hay más, se anuncian los cuatro candidatos, y se procede a votar.
   A ojo de buen cubero es posible discernir una intención de voto pareja para todos los candidatos, lo cual aumenta el suspenso durante el recuento de los votos, hasta que Mabel Arata anuncia el resultado final:
-El Delegado de la Novena División, por mayoría absoluta de votos, es... ¡Mauro Moure!
   Hurras, papeles al aire, risas: ¡el Lumpen ha triunfado! No sólo nosotros estábamos hartos de cháchara política, más de media división respaldó a Mauro, denunciando la vacuidad de los otros candidatos.
   Luzbela permanece con la mirada fija en su cuaderno, como hipnotizada: la victoria nos hace complacientes con nosotros mismos, sólo la derrota nos impulsa a la introspección para descubrir nuestras fallas.

  Torneo Seven. Ocho equipos, siete partidos, un campeón. La competencia empieza y culmina en un solo día. Nuestro equipo llega muy disminuido: Garrone y García Mantel dejaron el Colegio, y tampoco juega Lalo, lesionado. Sin ellos tres casi no tenemos posibilidades; más que “Láiones” somos unos gatitos. Miramos disimuladamente a los de Quinto Mañana, y distinguimos una por una la cara de sus mejores jugadores, sin faltar ninguno. Los muy Sarmientos. Tienen el torneo en el bolsillo, y no hay carterista que valga.
   Los partidos iniciales son apenas un trámite, segundo y tercero no ofrecen resistencia, y los de cuarto son flojos. Aún sin nuestras estrellas, estamos en la final. Y ahí esperan, cómo no, nuestros archirrivales de Quinto, con sus canilleras y botines impecables, cuyo recuerdo traumático guardo desde primer año.
   Da comienzo el partido, desde el vamos nos hacen sentir la fuerza de su fútbol superior. Miguel hace agua en el medio y retrocede junto a la defensa. Nunca lo vi reventar pelotas a cualquier lado como en ese partido. Él, tan criterioso, tan jugador. Los encuentros de Seven son cortos, hay que aguantar media hora para llegar a los penales. Pero media hora puede ser eterna, cuando uno defiende una causa perdida. Llueven tiros libres, centros, córners sobre nuestro arco; Nelson despeja con la cabeza, con el pecho, con el pie. Yo corro a destajo, cuando encuentro una pelota la rifo con violencia fuera del Campo, para hacerles perder tiempo.
   Los últimos minutos nos metemos los siete en el área chica, es una sucesión inverosímil de rebotes a dos metros del arco, la pelota rueda por la línea fatídica al encuentro del poste, pega y vuelve hacia el ojo del huracán donde se cruzan patadas, empujones, manotazos sin ton ni son, ni permiso ni perdón… en algún momento del caos suena un silbato, y todos se calman como por ensalmo: es el final del partido.
   Nos abrazamos agotados, pero aún no está dicha la última palabra. Cinco años de rivalidad van a definirse con sólo tres penales por bando. El árbitro nos separa en dos grupos para asistir al último acto del drama.
   Yo voy primero hacia el punto del penal, sin titubear. Tomo carrera y saco un bombazo bajo a la derecha del arquero, que ni la ve. 1 a 0.
   Llega el mismo delantero grandote que invadió el área el año anterior. Le pega con violencia a las nubes… casi mata un pájaro.
   Ahora va Miguel Di Lorenzo, viejo compañero de batallas. Se para cerca de la pelota –no me gusta-; avanza un paso y estrella su tiro en el travesaño.
   Enseguida viene un canchero de la mañana, especialista en tiros libres. Corre hacia la pelota y dispara… ¡a las nubes! Nadie lo puede creer.
    La serie sigue 1 a 0, y queda sólo un penal por bando. Es el turno de Nelson, en la punta de su botín está la victoria. Saca un tiro rasante, el arquero se tira al piso y la toca, pero la pelota le pasa bajo el cuerpo… ¡gooooooooooooooooooooooooooool…!

   Jugamos un juego consistente en escribir cartas anónimas, dirigidas a un compañero identificado únicamente con su inicial. Todos escribimos concentrados, apenas interrumpidos por risitas reprimidas, que siempre surgen cuando el aula está en silencio. Yo aprovecho la oportunidad para escribirle un poema a L.:

Tú y yo

Cambia el color de la palabra
a medida que el amor crece;
cielo azul es ahora, felicidad
en los puntos dorados de las i.

Nada temo; nuestro beso fresco
ahuyenta las sombras pardas.
Y que un furioso cardo rosa
estalle al sol, bendito verano.

Hoy, como ayer, la mirada amarilla
regula el sexo nocturno
con lujo de caricias y arañazos.

Placeres de la carne blanca
y firme instigada por la luna,
ritual cuyo secreto guardamos.

   Pliego el papel, y hago un avioncito, según lo convenido. Cuando todos hemos concluido nuestro mensaje, los echamos a volar al unísono, y luego nos empujamos para recogerlos. Alfredo y Soledad se encargan de leerlos, según el sexo supuesto del destinatario. Claro que algunas iniciales coinciden, y no puede saberse si A es Alfredo o Alejandro, por ejemplo. Esta ambigüedad hace más interesante la cosa, aunque todos sepamos quién es L.
   Soledad lee un mensaje dirigido a ella o a Silvia: “Todavía no me contestaste”. Antes que nadie reaccione, Mauro improvisa un chiste: “Te pregunté la hora”.
  Siguiente mensaje, para M: “Con esos rulos parecés un angelito... lástima que seas tan jodido”. Obviamente, proviene de una dama. Miguel emboca el mal trago con una sonrisa. (Ya sabe que proviene de su ex) 
  Uno para L: “Me hago terrorista con tal de abrazar a una bomba como vos”. Aplausos para el anónimo, presumiblemente miembro del Lumpen.
  Para A, de E (no respetó el anonimato): “Un tipo como vos da gusto”. Todos quedamos admirados por la audacia, y empujamos a Alejandro hacia Eva. ¡Noviazgo en puerta!
   Otro anónimo destinado a M, pero no al mismo: “Quiero ser tu amigo, aunque no me case contigo”. Algunos silbidos responden a este mensaje falto de audacia. Mauro expresa el pensamiento general: “Si te querés voltear a Marina decíselo, gil”.
  Ahora Soledad pide atención a todos, porque va a leer un poema para L: ¡el mío! Se hace un silencio imperfecto, mientras Soledad lee mis versos. Cuando llega al último se produce una reacción suspicaz en el auditorio: ¿Luzbela tiene algo secreto con un compañero? Ella no da explicaciones, es celosa de su intimidad. Viendo su poco sentido del humor, los compañeros no insisten.
   Pasan varios mensajes más, con destinatarios repetidos. De pronto me sobresalto: Alfredo anuncia un mensaje para D. Una sonrisa se dibuja en su rostro al leerlo: “No te me cruces en lo oscuro”. Mis compañeros del Lumpen lo toman a la chacota.
-Che, Griego, no asustes más a la gente... te conviene salir con una máscara...
   Esbozo una sonrisa de circunstancias y resto importancia al asunto. Pero al disiparse la atención general, noto la mirada de Luzbela fija en mí: por unos momentos yo se la sostengo sin pestañear, serio. Se terminó el juego...

   Librados a nuestro arbitrio, pasábamos las horas libres vagando sin rumbo por las inmediaciones del Colegio, de esquina en esquina y de bar en bar. Una vez vi un monje franciscano entrando a la sacristía vecina de San Ignacio, con su soga ciñéndole la sotana a la altura de la cintura. Pregunté a Hugo qué significaban los nudos en la soga.
  “Son para contar los rezos diarios; uno por cada llaga de Cristo”. Quedé fascinado. ¿Uno podía vivir así, imitando a un árbol? La imagen me inspiró, y tiempo después compuse un poema: 


¡Oh claustro de San Ignacio!
Recuerdo las horas inermes cuando,
fumándonos la clase, subíamos
la escalera que da a la biblioteca,
desde cuya ventana se ve el patio
del convento.
                     Y cómo nos atraía,
en las tardes verdes, la soledad
monacal del lugar, con sus
arcadas, su aljibe colonial y
el hábito del padre jesuita
-áspera prenda, amuleto campesino
que remedaba los monjes ausentes-
colgado en la sacristía...
Un último sol exprimía humedades
anaranjadas sobre el descuidado
frontispicio de altas cornisas,
semejante a un barco abandonado...

   Aunque San Ignacio era un convento jesuita, la imagen del franciscano quedó para mí asociada al lugar. Aún hoy, no puedo pasar frente a ese convento sin sentir una paz profunda en el pecho, y el anhelo de escapar del mundo moderno hacia otro tiempo más sereno. Volver a la colonia es imposible, pero al menos, uno puede recluirse en un monasterio colonial, y allí, rezando sobre un reclinatorio o con un libro antiguo en las manos, abstraerse de cuanto lo rodea. Me haría fabricar un camafeo con la imagen de mi amada, ése sería mi talismán, al cual dirigiría en secreto mis rezos...

   Cierta vez, a la salida del Colegio, me quedé parado en la esquina, sólo para ver pasar a Luzbela. Venía con dos amigas, sonriendo apenas. A fin de cuentas, no dejaba de ser una niña frágil. Tal vez, todo su poder sensual, su perversión incluso, le eran prestados por mí. Los psicólogos tienen una palabra para este mecanismo espiritual, lo llaman proyección. La perversión estaba en mi mente, ella era inocente de toda malicia. O tal vez, había logrado transmitírsela por telepatía. Comprendí que en esto había consistido mi afán, en transferirle mis sentimientos, y por la fuerza de mi voluntad, meterlos dentro de su corazón, para hacer de ella mi cómplice en el pecado carnal.
   Pero ahí estaba Luzbela, pura, límpida, ajena a mis conflictos interiores. Recordando esa escena, más tarde compuse un pequeño poema, el más sincero que escribí para ella:

Un miércoles de junio
yo te encontraré, como solía
en la esquina rosada del colegio
bella como un plenilunio.

   Son raros los momentos de lucidez en nuestra vida; la misión de la poesía es rescatarlos, y transmutarlos en cristal, para que resistan el paso del tiempo.

   Viene a mi mente una tarde luminosa como nuestra juventud, una tarde donde nada ocurría, sólo estábamos en el claustro principal reunidos la mayoría de la promoción, conversando en pequeños grupos, algunos tocando la flauta o desgranando acordes con la guitarra. Quizá estaba preparándose algún acto, no lo recuerdo, en todo caso no era inminente, ni importante para mi relato.
   Nada ocurría, como digo, y sin embargo, algo milagroso ocurría: el brillo en las miradas, la amistad serena expresada en los rostros, todo conspiraba para crear un momento único. Yo miré a mis compañeros, los rayos del sol filtrados por las banderolas, la fuente en el patio donde algunos se recostaban indolentes, y sentí que éramos eternos, a despecho de todo.
    No importaba la tormenta ominosa que sobre nosotros se cernía, ni los vientos del futuro que nos dispersarían a todos los rumbos, ni siquiera la muerte, que a cada uno tenía reservada una hora en su reloj. Este momento era nuestra gloria, la bendición de lo alto llenaba nuestros corazones con una sensación prístina. Cada rasgo, cada color, alcanzaban una nitidez insuperable, éramos simplemente la floración de la humanidad.
   No hizo falta un logro cualquiera para sentir esa gracia desconocida, nuestra juventud misma era el logro. Y el Colegio, con su tradición estudiosa y su pesada arquitectura, veía renovarse cada año el milagro que constituía su razón de ser, su sentido oculto.










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