Viajaba
hacia la costa atlántica en un micro de La Estrella. Era de noche, yo iba adormecido en el asiento junto a
la única luz prendida, de un tenue color lila. Por la ventanilla pasaba la
oscura llanura, infinita como el mar. A su orilla, quiero decir, en la banquina
de la ruta, vi una figura insólita y siniestra: un vagabundo descalzo, envuelto
en un colchón viejo, caminando sin destino en medio de la noche. El micro lo
dejó atrás, yo quedé impresionado por aquella aparición: me recordaba a un
personaje patético descripto por William Hudson el siglo pasado, apodado
Constair Lo Vair.
Poco después el
micro se metió en un parador abandonado por muchos años, llamado El Águila
Negra. Descendí con los demás pasajeros, hacía frío afuera. Nuestro micro no
era el único detenido allí: había varios de La Estrella –“una luz azul
en el camino”-, algunos Río de la
Plata con luz frontal roja, incluso un Micromar con luz
verde, mi favorito. Ese no lo veía hace tiempo.
Caminé hacia el
parador en medio de una lluvia de escarabajos atraídos por la luz, no había
dónde pisar sin aplastarlos, eran millones. Se movían lentamente, como si la
caída los hubiese atontado. Logré llegar al bar, pero no tenía un peso en los
bolsillos.
Ni falta hacía,
porque mi hermano me compró un pebete de jamón crudo y queso fresco. Me alejé
comiendo el sándwich hacia el campo: algo me fascinaba en esa tiniebla
impenetrable, algo arcano y sin nombre. Recordé al vagabundo que erraba en la
noche, quizá su locura no era más que un amor profundo por la oscuridad.
Regresé cuando los
demás pasajeros subían al micro. El viaje se reanudó por una ruta de tierra,
con “serrucho” que impedía dormir. Quizá la interbalnearia estaba cerrada, en
todo caso, nadie parecía extrañar el asfalto. La marcha era lenta; de pronto
oímos un reventón y el micro se detuvo. Los choferes bajaron, y aprestaron la
rueda de auxilio.
Un resplandor
naranja apareció como un lago entre las nubes del lado opuesto, por donde yo
miraba: era ese momento en que el cielo comienza a despertar al nuevo día,
mientras la tierra permanece aún sumida en la noche. Restaba una hora para el
amanecer; presumiblemente lo que nos llevaría el cambio del neumático.
A lo lejos se
divisaba un casco de estancia, sin ninguna luz. Un jinete se acercó al galope,
pronto pude distinguirlo, era una joven montando en pelo un potro oscuro. Se
detuvo a unos metros del alambrado, curioseando el micro detenido en la ruta. O
yo veía mal, o estaba en cueros de la cintura para abajo. Bueno, no
exactamente, en realidad tenía medias enterizas de seda, pero todas cortajeadas
por los cardos, dejando ver la piel desnuda en las pantorrillas y los muslos.
El potro se giraba,
inquieto, de modo que pude apreciar sus nalgas soberbias de amazona,
completamente desnudas. Las medias se sujetaban a la cintura elástica por unos
desgarrados hilos de seda. Nadie reparó en ella, porque estaba del lado opuesto
a los choferes, y los pasajeros de mi lado dormían con las cortinas corridas. Únicamente
mi ventanilla ofrecía esa visión, por la mala costumbre que tengo de querer ver
el paisaje cuando viajo.
Ella me miró a los ojos a través del vidrio:
sentí honda turbación de ser observado por aquel ser desafiante y montaraz,
algo en mi educación fallaba, parecía decir esa mirada. De pronto el caballo se
sobresaltó, por la ruta llegaba un tipo siniestro: rengueando, tropezando con
las piedras, pero avanzando siempre, Constair Lo Vair había alcanzado el micro.
Al ver a la muchacha se detuvo y estiró la mano en gesto de pedir: ella lo
ignoró, el vagabundo entonces desenroscó el colchón que lo envolvía, quedando
como Dios lo trajo al mundo, escuálido y negro. Arrojó el colchón al otro lado
del alambrado, y acto seguido lo cruzó él mismo.
La muchacha no se
movió, como si retroceder ante un miserable en su propio territorio hiriese su
orgullo. Yo temí una escena desagradable, y efectivamente, el miserable avanzó
hacia la monta e hizo gesto de asir el morro, ante lo cual el animal se
encabritó y derribó a su jinete, saliendo espantado a la carrera.
La joven había
quedado en el suelo, inerte, detrás de unos matorrales. El depravado fue hacia
ella con intenciones inconfesables, y yo me pregunté si debía dar cuenta a los
choferes de que estaba por ocurrir una violación. Pero algo me mantenía pegado
a la ventanilla, un interés morboso por lo que estaba viendo.
El violador se lanzó
sobre la carne fresca que había obtenido como premio por marchar, marchar sin
saber por qué, atravesando años y leguas perpetuos. Mas he aquí que la presa no
era dócil, hubo un removerse los matorrales como al pelear un hurón con una
serpiente; enseguida apareció erguida la muchacha, retrocediendo en falso. Su
perseguidor la fue corriendo a través del campo, hasta arrinconarla junto al
alambrado.
Entre ellos quedó el
colchón, como una palestra. Constair Lo Vair se lanzó hacia delante, mas se
encontró con que ella había saltado a su vez como una gata, prendiéndose a su
cintura con ambas piernas. Por un instante, las fuerzas de choque los
mantuvieron en equilibrio, pero enseguida cayeron sobre el colchón, la muchacha
montada a horcajadas sobre el pecho del vagabundo. Antes de que él pudiera
reaccionar, ya ella se afirmó en su superioridad, apretándole el cuello entre
los muslos.
El miserable no
tenía forma de salir de esa posición. Se debatió inútilmente, hasta que fue
perdiendo fuerzas. Entonces comenzó un ritual lento y cruel, como una danza de
odalisca sobre la víctima, las nalgas tersas sentándose suave, suavemente sobre
el pecho, y apretar, apretar el cuello entre los muslos hasta que el pobre
diablo se ahoga. Y en el frenesí del orgasmo saltar, saltar sobre el pelele
sintiendo la dulzura del Paraíso, mientras debajo un cadáver de rostro
amoratado ha dejado de respirar.
La joven se levantó
y se fue caminando, con una suficiencia despectiva que parecía decir: “ved al
lobo, no parece tan feroz ahora. Yo misma, Caperucita Roja, lo puse fuera de
combate, sin la ayuda de ningún leñador”.
Tirado sobre un
colchón viejo junto al alambrado, el cuerpo desnudo de Constair Lo Vair no se
movía. Yo no podía creer que estuviese muerto. Se habrá desmayado, pensé,
habría que ir a echarle agua para que despierte. En ese momento entraron los
choferes y pusieron en marcha el micro. Habían cambiado la rueda y
continuábamos viaje.
Una astilla de fuego
asomó en el horizonte, estaba amaneciendo. La llanura, sin color hasta
entonces, fue adquiriendo una gama de verdes, salpicada en toda su extensión
por innúmeras flores amarillas. Surgió el sol, como un ojo divino
contemplándola. Pronto llegaríamos al mar.
Tal vez me he
excedido un poco al relatar el episodio anterior. Al calor de la narración, mi
pluma se ha desmandado, y ahora me toca rectificar. Las cosas ocurrieron así:
estábamos detenidos haría unos diez minutos, los choferes se afanaban con la
rueda de auxilio, cuando el indigente a quien he apodado Constair Lo Vair llegó
rengueando hasta donde se encontraba el micro. Al ver a la joven montada en su
caballo se detuvo y la contempló largamente; acto seguido se acercó al
alambrado, donde crecía enredada una flor de pasionaria. El vagabundo cortó la
flor de un color lila intenso y cruzó el alambrado con ella en la mano, para ir
a prosternarse a los pies de la amazona, quien lo miraba altiva desde lo alto
del caballo.
El miserable tocó el
suelo con la frente en actitud de sumisión absoluta y allí se quedó, sin
atreverse a levantar la vista, mientras sus manos ofrecían la flor. Pareció que
pasaba una eternidad sin que ninguno de los dos personajes de este drama mudo
se moviese; al fin la muchacha desmontó de un salto ágil y se acercó a su
adorador. Vestía un poncho muy corto, que nada alcanzaba a cubrir de cuanto uno
deseaba ver. Tomó la flor, y se la prendió en la sedosa cabellera negra: quedó
así de pie junto al vagabundo, al alcance de sus manos. Éste levantó entonces
la cabeza del suelo y la miró con una esperanza loca en los ojos, como quien
ruega un milagro a la Virgen. De
rodillas, las manos juntas, temblaba suplicando un favor imposible: que ella le
concediera su hermoso cuerpo como premio por marchar, marchar sin saber porqué,
atravesando años y leguas perpetuos.
La muchacha miraba a lo lejos con desdén, sin conmoverse por
el homenaje de aquel subhombre; para ella era un varón más intentando poseerla,
a quien trataba con el rigor debido al género. Por toda respuesta le dio la
espalda, en señal de negación rotunda. Sus cejas juntas mostraban obstinación,
su postura firme –con las nalgas in fraganti- desafiaba el peligro... un minuto
largo permaneció a su alcance, las manos a la cintura, en una provocación al
límite; pero el miserable era tan sumiso, que no se atrevió a tocarla. La
prueba de coraje no dejaba dudas sobre el vencedor: la joven se alejó
satisfecha y de un solo impulso saltó al caballo. Taloneó los ijares y lanzando
un “¡hah!” salvaje, salió al galope... Constair Lo Vair la vio perderse a lo
lejos, indómita y resuelta, sin volver la mirada atrás una sola vez… entonces,
perdida toda esperanza, volvió a apoyar la frente en el suelo, convertido en un
guiñapo humano. Daba la impresión de no poder levantarse nunca más de su
postración; tal vez los buitres lo encontrasen en la misma postura muchas horas
después.
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