Tragedia y erotismo



   Me despertó un alumno de primer año: yo estaba ocupando su banco. Alguien había tomado las llaves de mi bolsillo mientras dormía y abrió la puerta de reja al despuntar el sol, cediendo paso a los alumnos del turno mañana. Salí a buscar a mis compañeros, pero el Colegio estaba transformado, cientos de alumnos en uniforme asistían a clase. Por fin divisé a Hugo, tenía tanta cara de dormido como yo.
-¿Dónde están los demás?
-Se fueron a entregar la nota con nuestras exigencias a Rectoría.
   Me restregué los ojos, deslumbrado por la luz que llegaba del patio: me hacía falta un desayuno.
-¿Y se puede saber cuáles son nuestras exigencias?
-Punto uno: confirmar nuestro carácter de alumnos regulares. Punto dos: retorno del rector Aragón a su puesto, con honores. Punto tres: inmediata libertad a Ramambledo...
-Momento: ¿retorno de Aragón a su puesto? Eso no va a ser fácil.
-Más difícil va a ser liberar a Ramambledo...
   Hugo hacía referencia a un graffiti anónimo, aparecido en forma recurrente en las paredes del Colegio: “Libertad a Ramambledo”. Era una broma, naturalmente, inspirada en las pintadas tan frecuentes en ese tiempo, pidiendo la libertad de tal o cual preso político.
  “Ramambledo” terminó siendo el nombre con que se conoce a nuestra promoción, egresada en 1974.
-Seguro que Pablo Roth y compañía agregaron la cláusula exigiendo el regreso de Aragón, yo no estoy de acuerdo con eso.
-¿Vos estás con Garda?
-No, man, estoy con Aragón. Pero no conviene presionar con eso, nosotros no podemos nombrar al rector. Nuestra acción tiene un solo objetivo: garantizar nuestro título de bachiller.
-La mayoría no se conforma con eso, lamento decir: quieren dirigir la política del Colegio.
-Entonces desvirtúan la intención con que nos metimos en esta lucha. Ahora nos usan de peones para otra cosa.
-Así son los políticos, flaco: ya de entrada aprenden las mañas para manipular a la gente.
-Bueno... yo voy a casa a darme un baño, así mis viejos me ven y se quedan tranquilos.
-Salimos juntos, yo voy a casa también.
-A la tarde traete alguna vianda, porque se puede hacer largo.
-Buena idea.

   A la hora de costumbre me fui para el Colegio, tras recuperar en casa la cena perdida. Nos sentamos en el aula como niños juiciosos, la idea era crear una apariencia de orden durante la toma, para no justificar una agresión policial. Sorpresivamente apareció el profesor de Higiene a darnos clase. Fue para nosotros una alegría verlo: él no había recibido instrucciones de Rectoría, posiblemente por dar una materia extraprogramática. Sin inmutarse dispuso el proyector de diapositivas, cerramos los postigos y comenzó la exposición de un tema escabroso: enfermedades venéreas.
   Ante nuestra vista desfilaron imágenes de órganos genitales deformados por chancros sifilíticos, uretras por donde asomaban gotas verdosas, vaginas sangrientas en llaga viva.
   La mayoría del curso era virgen aún, o con escasa experiencia sexual; parecía fuera de lugar mostrarnos tan crudas imágenes, pero el profesor estaba satisfecho con su exposición.
   Consideraba útil ilustrarnos sobre estas maravillas del sexo, yo anotaba puntualmente: a los veintiún días de la relación aparece el chancro sifilítico, hay que tener buen cuidado de revisarse entonces, porque después desaparece y se enquista en la sangre. Años más tarde uno se vuelve loco, ya todo el cerebro está comido por la sífilis, como les pasó a Nietzsche y Maupassant.
   Nosotros habíamos visto en el microcine del Colegio “El Horlá”, un cortometraje inspirado en la obra de Maupassant: el tema era un monstruo invisible cuya presencia delata la locura incipiente del autor.
   Cualquiera de nosotros podía ser atacado por el Horlá, en caso de contraer sífilis. Menos mal que la penicilina mata al treponema pálido, siempre y cuando uno se inyecte al aparecer los primeros síntomas en la piel. Después, ya es tarde.
   Me prometí revisarme veintiún días después de cada experiencia sexual potencialmente contagiosa: por suerte nunca me infecté, ni fui atacado por el Horlá.
   El profesor también nos habló de la gonorrea, si Ud. siente ardor al orinar es porque se la pescó, vaya y consulte, m’hijo, no es una enfermedad tan grave, no produce locura. Luego está la candidia, ésa es una infección de levadura vaginal común.
  En la boca aparecen manchas blancas similares al queso de cabaña o manchitas rojas.
   Conviene comer ajo, un sistema inmune saludable la mantiene bajo control.
   La exposición duró dos horas, cuando el profesor se fue quedamos groggy por un buen rato. El sexo, visto desde la perspectiva médica, resultaba repelente y peligroso.
    Tardamos un buen rato en reponernos y volver a encontrar encanto a las compañeras: una cabellera rizada, unas manos de hada, un talle gentil... daban ganas de volver al amor cortés y derogar tanta ciencia obscena...

   A media tarde sentí un alboroto en el claustro principal, yo estaba jugando con Hugo al juego de los trazos que van uniendo puntos equidistantes: quien cierra un cuadrado lo marca con su inicial, gana la partida quien marcó más cuadrados.
   Salimos a ver, y ahí estaban Mauro y Nelson, recién puestos en libertad, contando a los demás su experiencia en la comisaría: los encerraron junto con un borracho, había mantas llenas de pulgas y un olor fétido que no dejaba dormir.
   A la mañana concurrieron sus padres, oportunamente avisados por Hugo; su liberación recién se produjo cumplidas las veinticuatro horas de la detención.
   A la alegría de ver sanos y salvos a mis amigos se sumó otra: Juan Carlos llegó de Rectoría trayendo en la mano una carta firmada por el propio rector Garda.
   Todas las divisiones de quinto nos agrupamos a su alrededor, por un momento fue imposible oír una palabra, pero enseguida se hizo el silencio:
-Comunicado oficial del rector J. Garda a los alumnos de quinto año: En respuesta a la petición formulada por los alumnos, cumplo en informarles que los mismos revisten la condición de regulares, según los estatutos del Colegio. El rector saliente, dr. Raúl Aragón, protocolizó las planillas con las notas finales de todas las materias, dado lo cual aquellos alumnos que no adeudan ningún examen ya han sido promocionados con el título de bachiller...
   Aquí el claustro entero explotó en hurras, impidiendo a Juan Carlos continuar la lectura. Un canto surgió espontáneo de todas las gargantas:
-¡Bachilleres...olé, olé, bachilleres... olé, olé...!
   El entusiasmo duró un buen rato, no era para menos: habíamos salvado nuestro título, y no por medio de la sumisión, sino –como diría mi viejo- “con la espada”.
   Cuando nos cansamos de saltar y cantar, volvimos a escuchar a Juan Carlos, quien de viva voz requería nuestra atención:
-Al segundo punto de la petición: no corresponde al alumnado decidir ni ejercer presiones con respecto al nombramiento del rector del Colegio. Éste compete a la autoridad superior...
   Juan Carlos debió interrumpir la lectura de nuevo, desbordado por los abucheos generales hacia el rector; bajó el papel e hizo un gesto equivalente a “eso es todo”. Enseguida ocupó su lugar Pablo Roth, quien nos arengó de esta manera:
-Muchachos, nuestra lucha ya nos brindó un triunfo... ¡mantengamos la toma del Colegio hasta lograr la vuelta de Aragón!
   Otros oradores consumados le sucedieron, con un resultado previsible y lamentable a la vez, enunciado con irresponsabilidad temeraria:
-¡La toma del Colegio se mantiene!
   Algo en mi interior percibió esta declaración como un veredicto de condena para todos nosotros: Hugo me clavó una mirada que lo decía todo. Cuando la reunión general se hubo disgregado, nos llevó aparte a los del Lumpen. 
-Muchachos, yo me voy.
   Nelson y Mauro lo miraban, desconcertados.
-No arrugues ahora...
-No se trata de arrugar. Yo no me metí en esto para traerlo de vuelta a Aragón. Y vos tampoco ¿no, griego?
-No, eso lo hablamos esta mañana. Luchamos para asegurar nuestro título de bachiller, y lo conseguimos. Ahora sería quedarnos para servir de peones en un ajedrez político...
   Nelson se rascaba los rulos; todavía tenía ganas de darle un puñetazo a Makius.
-No sé... ¿vos qué decís, Mauro?
-El griego y Hugo tienen razón. Ya somos bachilleres, eso es lo que importa.
-Avisémosle al Marqués y al gordo que nos vamos.
-¿Y a los demás?
-Ustedes vayan, yo me quedo a explicarles.
-Hecho, Mauro... el Lumpen levanta campamento.

   Fue Dunne quien sostuvo que el hombre al soñar ve el pasado y el futuro simultáneamente: su espíritu flota en la eternidad, ante él se abre el tiempo en abanico. Con menos vuelo, Freud reconoció únicamente en el sueño una recreación de vivencias y pensamientos pasados, transfigurados por represiones inconscientes.
   Mi propia experiencia no me permite dudar de que el sueño, junto con alusiones veladas al día anterior, contiene elementos premonitorios referidos al día siguiente. Sirva como ejemplo el sueño de la noche anterior a mi último día de Colegio.
   Agotado estaba yo por las emociones y el trajín de las últimas jornadas, de manera que al caer en la cama me dormí profundamente.
   Al principio mi sueño fue plácido, me sentía libre de inquietudes. Conforme la noche se hacía más profunda, la angustia oprimió el pecho y un frío terror se apoderó de mi alma.
   Me veía yo en una ciudad colonial de altos balcones, iluminada por candiles titilantes en las esquinas.
   Había poca gente en la calle, cada tanto se oía un piafar nervioso tras las puertas gigantes de las caballerizas. Yo seguía un camino conocido hasta llegar al Colegio de la Compañía de Jesús, donde tenía la vaga noción de ser pupilo; era viernes santo, a mi celda llegaban los cantos litúrgicos desde la vecina iglesia de San Ignacio.
   Entonces, mientras leía mis lecciones, un viento repentino abrió la ventana, sofocando las velas. La más  impenetrable tiniebla lo invadió todo, el cielo era un abismo negro sin nubes ni estrellas. A esto sucedió una luz roja y siniestra como no vi nunca... un clamor de ultratumba se elevó desde el vecino convento, helándome la sangre. Salí junto con otros internos a inquirir la causa, pero era un espectáculo inconveniente para ojos humanos: las lápidas del cementerio lindero a San Ignacio se removían solas, o mejor dicho... yo no quería ver quién las removía, de modo que huí del Colegio hacia las calles de esa ciudad maldita.
    En mi fuga tropezaba con gente rezando de rodillas, alzando los brazos al cielo en un éxtasis de terror, por lo que ellos llamaban la Resurrección de la Carne.
   Quería alejarme pero mis pies no respondían, antes bien, quedaban empantanados en el lodo de la calle, hundiéndome hasta las rodillas, luego hasta la cintura... por fin desperté de esta pesadilla con el corazón al galope, aliviado de estar en mi cama.
   Nada justificaba semejantes visiones, excepto lo que estaba por venir. El acto final de nuestra promoción iba a ser trágico, no sólo por lo ocurrido en el Colegio, sino por sus proyecciones en el destino de muchos compañeros.
   Pero yo no sabía aún nada de esto, y pronto desdeñé mi premonición como una vana fantasía nocturna. Increíblemente, al rato logré conciliar de nuevo el sueño.

   Puntual llegué a la cita con el destino: para bien o para mal, las cartas estaban echadas. Apenas entrar me contagió el clima febril que vivía el Colegio. Una fila de oradores se sucedía para despotricar contra el nuevo orden instaurado en el país: la derecha había tomado las riendas del poder, y estaba pronta a usar el látigo.
   Muerto Perón, su viuda Isabelita ocupaba la presidencia, pero el cargo le quedaba grande: su amante y consejero López Rega ejercía el poder desde las sombras. Y las sombras se adueñaron del país, literalmente: ya se corrían rumores sobre persecuciones políticas y torturas en centros del ejército, llevadas a cabo por una organización clandestina llamada Triple A. Más cerca de nosotros, el rector Garda catalizaba el odio general; destituirlo era un objetivo legítimo al alcance de los estudiantes, una primera victoria camino al socialismo.
   Todo el Colegio estaba presente en el claustro principal, ningún profesor daba clase. Yo me abrí paso hasta el fondo para encontrarme con mis amigos, por ahí lo vi a Mauro junto a la escalera, oyendo con cara de aburrimiento. 
-Hola. ¿Hoy tampoco habrá clases?
-No creo...
-Minervini nos debía devolver los exámenes.
-Está todo muy enquilombado, los profes ni aparecen.
-Pero recién estamos a miércoles. Todavía quedan tres días de clases...
   Mauro rebuscaba algo en su bolsillo; por fin emergió el llavero del Colegio, que yo había perdido el lunes.
-Tomá, griego, vos sos el guardián de las llaves.
-No sé si quiero seguir teniéndolas...
-Para algo te nombraron San Pedro ¿no?
-Y si no hay más remedio, me dejaré la barba...
   En eso ocurrió algo que me tomó por sorpresa: desde el otro extremo del claustro vino hacia nosotros una marea de alumnos en estampida, los de primero corrían como ovejas espantadas por un lobo. Todos los años se amontonaron en la última mitad del claustro, yo no alcanzaba a entender la razón de tanto temor, pero no hube de esperar mucho para verla con mis propios ojos.
   Por la puerta principal entraban hombres armados con pistolas, eran más de cincuenta matones sin uniforme: fueron distribuyéndose junto a las paredes del claustro, de modo que los alumnos quedamos rodeados. Hubo un silencio de muerte; por fin uno de los matones ladró una orden.
-¡Salgan del Colegio rápido... o los hacemos boleta!
   Los de primero a cuarto no se hicieron rogar y emprendieron la evacuación de inmediato. Mientras tanto, los de quinto nos mirábamos: teníamos la opción de escapar escaleras arriba, un minuto después ya no sería posible.
   No sé quién corrió primero: antes de darnos bien cuenta ya todos huíamos en tropel, a riesgo de nuestras vidas. Los minutos que siguieron fueron caóticos, recuerdo disparos y gritos, órdenes presurosas, carreras desesperadas y el corazón latiendo a mil. Era una cacería humana en toda regla, estábamos tan indefensos como liebres en un coto cerrado al que entra una partida de cazadores.
   El azar nos fue dispersando por el laberinto del Colegio. Mauro estuvo junto a mí un trecho, luego nos perdimos. Llegué al tercer piso en compañía de una banda desorganizada, entre mis circunstanciales compañeros de huida estaba Luzbela.
   Algunos saltaron a la azotea buscando pasar al tejado de la vecina iglesia de San Ignacio, pero era una maniobra riesgosa, si no imposible. Yo me asomé a una ventana para estudiar el panorama, entonces vi el Observatorio desde un ángulo inédito: parecía la linterna de un faro. Una idea cruzó como rayo por mi mente, no había tiempo que perder. Tomé de la mano a Luzbela y la atraje hacia mí.
-Rápido, vamos a escondernos en el Observatorio.
   Me miró con expresión perdida, sin comprender. Yo le mostré el llavero del Colegio.
-Es el único lugar donde no se les va a ocurrir buscar.
   Sus ojos mostraron decisión ahora, volvía a ser dueña de sí misma. Hizo un rápido gesto afirmativo, y corrimos juntos hasta la pequeña puerta cerrada al final de una breve escalera. Ningún compañero andaba cerca; hice girar la llave y entramos al ámbito tenebroso del Observatorio. La silueta de Luzbela se perdió furtiva en un rincón, yo cerré la puerta con sigilo detrás mío, y eché llave.
   Quedamos silenciosos, oyendo los más leves ruidos: a lo lejos numerosos pasos subían escaleras, eran los matones buscándonos. Al rato oímos disparos, entrecortados, breves, cargados de intención mortífera. Daba escalofríos pensar que esas balas buscaban el cuerpo de nuestros compañeros. Los pasos sonaron más cerca, ahora oímos sus conversaciones: parecíamos los aqueos encerrados en el caballo de Troya, escuchando a sus enemigos. Pero esta vez la bella estaba adentro del caballo...  

   Pasaron varias horas. Las voces hacía rato no se oían, aunque no teníamos manera de medir el tiempo. Me acerqué a Luzbela y hablé en un susurro.
-¿Se habrán ido?
-No creo. Deben estar de guardia en la planta baja.
-Entonces no vamos a poder salir.
-No, es peligroso... nos pueden detener y llevar a Campo de Mayo.
-¿El cuartel del ejército?
-Exacto... si caemos ahí no salimos vivos.
-Entonces conviene quedarnos acá toda la noche, y salir mañana.
-Yo pienso lo mismo... de día vuelve el personal del Colegio, es más seguro.
-¿Qué hora será?
-Ni idea. Acá adentro no hay día ni noche...
-Se me ocurre algo. Puedo abrir la corredera del techo, así vemos el cielo.
-¿No nos descubrirán?
-No, el techo del Observatorio es invisible desde abajo.
   Me puse de pie y busqué la corredera a tientas: presionando hacia atrás se abrió sin hacer ruido, como un telón. La noche asomó por la abertura, con una magia inesperada. Terminaba la primavera, efluvios de tilo y paraíso llegaban hasta nosotros desde la vereda del Colegio.
   Un rayo de luz cenicienta proyectado por lejanos astros bañó el rostro de Luzbela, nunca la vi tan hermosa. Su cabellera era profunda y oscura como la noche; sus labios se entreabrían como una herida púrpura; sus ojos destellaban como dos amatistas pálidas.
   Entonces comprendí que el destino me regalaba una oportunidad única: estaba a solas con ella, como en una isla desierta. Me acerqué y acaricié sus cabellos, luego cediendo a un impulso la besé en la boca como quien bebe de una fuente fresca.
-¿Qué hacés?
   Ella se apartó un poco, yo me sentía perdido en mi propio deseo.
-Perdoname... siempre quise hacer esto.
-No es el momento... quién sabe a cuántos compañeros nuestros mataron hoy.
-Por eso mismo, Luzbela... la vida es tan precaria que no quiero perder esta noche.
-Vos estás loco... ni sueñes que voy a hacer el amor.
-No pienso discutirlo... gritá si querés y nos matan a los dos.
   Traté de tomarla con dulzura, pero me sacudió una bofetada que me detuvo en seco. Sentí arder mi mejilla, era la mecha que encendió mi pasión, ahora descontrolada. Me desnudé mirándola fijo en esa semioscuridad; tenía una erección tan rebelde que hubiese necesitado meterme al mar para aplacarla. Luché torpemente por quitarle la ropa, mientras ella me cruzaba la cara con sus manos finas, una y otra vez. Logré desabotonarle el jean y quitárselo junto con las botas, ella retrocedió descalza, apenas vestida ahora con una blusa ceñida sin mangas, frágil en apariencia.
   Yo la arrinconé de pie contra la pared: mis manos recorrieron la tersura de sus nalgas con avidez. Luzbela llevaba puesta una minúscula tanga negra de esas que llaman cola-less, con sólo un hilo elástico entre las nalgas; si algo necesitaba yo para afirmarme en mi voluntad de consumar la cópula, era ver esta prenda interior que denunciaba a gritos su perversidad.
   Como un ladrón encuentra un tesoro inesperado, así yo recorría con mis manos su cintura, besaba su cuello, desfalleciendo por tanta belleza. Nada hacía por evitar sus golpes y arañazos, ella se envalentonó con tanta agresión impune y al final terminó por excitarse.
    De pronto rodeó mi cuello con sus brazos y en puntas de pie aprisionó mi pene entre sus piernas, gozando del momento. La alegría de ese instante no la cambio por muchos años de meditación yoga, con longevidad garantizada.
   Porque Luzbela estaba gozando con mi deseo, y ya no iba a soltarme hasta cumplir entero el ritual.
-Vamos a jugar una lucha ¿querés? El que voltea al otro de espaldas y cuenta hasta tres gana.
   A mí no necesitaban preguntarme nada. Nos apartamos un momento, midiendo nuestras fuerzas: ella adquirió una flexibilidad felina en sus movimientos, de un salto puso el telescopio entre ambos.
   Amagué alcanzarla por un lado y otro, pero era demasiado rápida para mí. Cuando hubo dejado en claro esto, se apartó del telescopio y vino a desafiarme en un espacio libre del Observatorio, donde daba el claro de luna.
-Vení ¿qué esperás?
   El primer lance fue nefasto para mí, ella usó mi propio impulso para derribarme, como una yudoca experta. Sin darme tiempo a nada me inmovilizó sentándose sobre mi pecho, y quedó viéndome fijo.
-¿Te rendís?
   Intenté quitármela de encima, pero ella sabía usar muy bien su propio peso para mantenerme quieto. Por fin hube de reconocer mi derrota.
-Me rindo.
   Luzbela se apartó y esperó manos a la cintura que yo me pusiera de pie: su actitud de suficiencia me hizo hervir la sangre.
-Revancha.
-Vas a perder de nuevo, soy cinturón negro en yudo.
-Ya veremos.
   Esta vez avancé los pies primero, así la alcancé bien afirmado. Luchamos un rato trabados, ella me tiraba zancadillas continuas, yo perdí el equilibrio pero me la llevé conmigo al suelo. Aproveché mi mayor fuerza para mantenerla de espaldas contra el piso, mi boca murmuró a su oído:
-Uno, dos, ¡tres!
   La liberé y como buen deportista tendí la mano para ayudarla a levantarse, pero Luzbela la desdeñó sin mirarme: no sabía perder.
-Hagamos la decisiva.
   Ambos nos tomamos un respiro antes de lanzarnos de nuevo a la lucha, estábamos agotados; casi podía sentir el impulso de mi cuerpo hacia el suyo como algo independiente de mí mismo. Luzbela se palmeó la nalga, indicando con eso que estaba lista; yo me agazapé, preparándome al ataque, pero ella ganó la iniciativa con un juego nervioso de sus piernas, muy peligroso para mi desnudez.

  Al primer encuentro acertó un rodillazo en los genitales que me dobló en dos, dejándome inútil para la lucha.
-Eso es trampa...
   Yo estaba encogido en el piso, ella me volteó de espaldas y quitándome las manos del sexo, sentó sus nalgas tersas sobre mi bajo vientre.
-¿Te hace sentir mejor?
   Tragué saliva, el dolor estaba remitiendo.
-Hiciste trampa, no valen golpes.
-“En el amor y en la guerra todo vale”.
-¿Esto es guerra o es amor?
-Dígamelo usted, bachiller...
-Con vos es difícil saberlo...
-Tenés razón, yo misma no sé distinguir las dos cosas.
   Luzbela estaba bien montada sobre mí, su actitud era la de una amante o una luchadora que domina a su adversario.
-Te creíste muy listo cuando me tumbaste recién.
-Yo respeté las reglas.
-Sos tan legal... mirá de qué sirven tus reglas: ahora mando yo.
-Mi espalda no apoya entera en el piso, no podés contar hasta tres.
-Voy a asegurarme de tumbarte bien, para que no queden dudas de quién gana.
   Luzbela unió a la palabra la acción, sentándose sobre mi pene, que estaba duro como una estaca, al tiempo que sus manos aplastaban mis hombros contra el suelo.
-Ahora estás bien tumbado, puedo empezar a contar.
-No todavía... mi cadera no apoya el piso.
-Ya va a apoyar...
   Luzbela se levantó ligeramente y volvió a sentarse con fuerza sobre mi pene, hundiéndolo entre sus nalgas. Buscaba hacerlo penetrar por la pequeña cerradura de atrás, en toda la lucha no se había quitado la tanga,  era su insignia de poder contra mi desnudez.
   Yo empezaba a perder el sentido, a medida que sus movimientos forzaban la penetración; una vorágine de recuerdos giraba en mi mente, aún sin revelarse.
   En cierto momento Luzbela lanzó un grito sofocado de dolor al empujar yo con brío, y sentí que entraba al recinto prohibido; ella se detuvo unos instantes para recuperarse, pero enseguida reanudó sus sentadas con más fuerza, llevando la penetración hasta el fondo.
-Ahora te tengo bien tumbado, ya no hay rebelión por ningún lado.
   Y en efecto, su culo mantenía mi vientre aplastado, en tanto sus manos clavaban mis hombros contra el piso: ni el jurado más exigente podía reprochar su victoria.
-Uno...
   Luzbela alcanza el clímax de sus sensaciones, su rostro adquiere la plenitud de la luna llena. Y ahora, al evocarlo, se confunde con el de Cris en las horas del amor, no puedo ya diferenciarlos al paso de los años. Yo la cubro de caricias, no se ha quitado la blusa ceñida, mis manos se deslizan por su fina cintura y acogen a palma llena sus nalgas maravillosas. 
-Dos...
   Luzbela es un ángel enviado por Dios para impedirme la entrada al Paraíso; el réprobo es vencido y mantenido fuera del reino celestial, pero en la misma batalla donde soy derrotado, yo penetro en el cuerpo del ángel y encuentro allí mi Paraíso.
-¡Tres!
   Luzbela comienza a saltar frenéticamente sobre mí, gozando un orgasmo salvaje; para ella la lucha y el sexo son una sola cosa, y ahora logra el triunfo. Yo siento que me voy, la vorágine de recuerdos invade mi conciencia: el Observatorio es un planetario verde, estamos viajando por el espacio hacia un planeta incógnito, donde los alien aprenden ajedrez; o es una jaula de cristal, donde una torera enfrenta al Minotauro; o un faro melancólico, donde yo leo el diario de Margarita mientras cae la noche; o una cúpula vidriada en la Avenida de Mayo, donde espío un número de strip-tease, soñando despierto...
   Una marea de dulzura quemante sube de lo profundo y ya no puedo detenerla, bajo las nalgas implacables de Luzbela derramo mi esencia íntima en espasmos irreprimibles: parece interminable el chorro, generoso y espeso, mi propia vida va en él, como ofrenda a ese ídolo femenino... gradualmente me sumerjo en el olvido, más hondo, más aún, hasta perder del todo la conciencia... entonces recupero la joya del instante, es transparente y pura como cristal, y en ella veo el color de mi alma.

   La claridad del amanecer me despertó entrando por la abertura del techo. Luzbela estaba abrazada a mí, serenamente dormida: parecía una niña, la noche de amor compartida la había devuelto a la inocencia. Acaricié su mejilla con el dorso de la mano y la besé con ternura, cumpliendo la dura sentencia de Balzac: “el amor no es más que el agradecimiento por el placer”.
   Ella despertó soñolienta y me sonrió: ya no necesitaba fingir indiferencia, en este momento me amaba, aunque tal sentimiento fuese a durar sólo un suspiro.
   La noche había sido cálida, pero el fresco del amanecer nos hacía tiritar, con que nos levantamos y pusimos nuestra ropa. Acerqué una escalerilla puesta allí para tal fin y juntos nos asomamos por la abertura del techo a ver la ciudad: en esa hora gris recuperaba su actividad, el universo era de nuevo varón al nacer el día, olvidando el embrujo de mujer que tuvo por la noche.
   El primer rayo de sol, rojo y horizontal, alcanzó a Luzbela, dibujando en su frente una cruz de sombra proyectada por la espadaña del Cabildo.
   Después creció, moviéndose lentamente a través de la calle Bolívar, tocando los campanarios de San Ignacio, primero el norte, luego el sur, hasta llenar el aire con una suspensión de polvo de oro.
   Yo abracé a mi compañera para darle calor, ella reclinó la cabeza sobre mi hombro y juntos contemplamos la gloria del cielo.
   Más allá de nuestra mirada se erguía la pirámide de mayo conmemorando el nacimiento de la Patria: hoy sus hijos estábamos en peligro, como huérfanos sin cobijo.








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