Cuaderno 1


  Estoy preparando mi valija, salgo de viaje a Bogotá. Imagino que mi mujer lo ha previsto todo, pero echo una mirada por las dudas, porque la ausencia será larga. Debo llevar un cuaderno y libros para la Maestría, documentos académicos, la carta de aceptación del Instituto Caro y Cuervo… ¿dónde diablos está mi espuma de afeitar? Esperen un minuto ¿y esta ropa? Es para un chico de doce… ahora sí que está bueno, una pelota, y mi malla preferida… cuando llegue a la costa, me voy a fabricar una gomera, mi hermano me explicó cómo se hace. Hay que buscar una rama bifurcada, bien seca, para que no se quiebre, y le ajusto una goma larga que me dio, a ver dónde está… sí, ésta, la ato a la V, y ya queda armada la gomera.
   Me dijo que las piedras redondas son las mejores para acertarle a los pájaros, salen con más fuerza. Yo llevo una pesa cilíndrica de acero en el bolsillo, por si se ofrece un tiro especial: un águila, por ejemplo. Sueño con cazar una, aunque temo que se me venga encima… pero confío en mi puntería.
  A ver, ¿qué más hay acá? ¡sandalias hawaianas! Me da un poco de vergüenza usarlas, porque el pie queda como el de la chica de la propaganda, esa que dice aloha y le calza al tipo un collar de flores. Por desgracia, no hay otras. Sigamos revisando… paletas… salida de baño… ¡ah! ¡una luz fosforescente para la bicicleta! No sabía que Jorge la había conseguido, ahora voy a poder andar de noche, como los ciclistas de verdad.
   ¿Y esto qué es? Un cuadrito con un avestruz de algodón, mamá quiere que se lo lleve para colgar en el comedor. Quedará mejor que las estampitas con Jesús y la Virgen
   Bueno, creo que está todo, ya cierro la valija y me voy a tomar el expreso en Constitución.

   Las cortinillas del parabrisas temblaban con el movimiento del micro al andar por el camino de tierra con serrucho, camino a Mar de Ajó. En el horizonte rodaba el sol recién salido, naranja y tierno como yema de huevo pasado por agua, tan frágil que si un zorro hambriento andaba al final del campo, podía engullirlo.
  El pasaje se desperezaba, después de una noche entera en la ruta. Acomodaban sus bolsos o se servían mate, contentos de ver próximo el fin del viaje. Yo no cesaba de mirar por la ventanilla el prodigio del amanecer, de puro gusto expectante no había dormido en toda la noche.
   A mis doce años, viajaba solo por primera vez. Mi madre me esperaba en San Bernardo, ella gozaba el mar una semana antes, yo me había quedado a ayudar a mi tío en el negocio hasta que él me dio licencia.
  Ahora el micro entraba a Mar de Ajó, y los últimos dormidos despertaron. El pasaje casi entero se apeó en la terminal, porque entonces pocos seguían a San Bernardo. Yo bajé a comprobar que mi valija seguía en los bajos del micro: en la mañana nueva, el mar cercano sonreía como un milagro. Esperé hasta que el chofer regresara a ocupar su puesto para subir a mi vez, y emprendimos de nuevo el viaje con sólo cinco o seis pasajeros. Mientras avanzábamos por la calle cerrada de árboles, una lluvia de verano se desató, poniendo grandes gotas verdes sobre los vidrios. Alguien pintó un corazón sobre la superficie empañada, y escribió adentro dos iniciales: D y L.
   Pronto cesó la lluvia, y yo me encontré en mi calle, cargando una pesada valija entre pinos cuyas hojas finas destilaban gotas como diamantes brillando al sol.

   Antes de Navidad, mamá quiso enviar a Grecia las fotos que sacó de nuestra nueva casa para que las viese la abuela.
-Vaya a Foto Kness, frente al molle de Mar di Ajó, y dígale al viejo que le da las fotos de Alicia.
   El viejo en cuestión, todavía lo recuerdo, solía arrastrar un patito inflable por la orilla del mar, a la espera de algún cliente que hiciera fotografiar a un niño sobre el ingenio (por supuesto, tengo mi correspondiente foto montado en el patito). Porque entonces eran pocos los que llevaban consigo una cámara fotográfica a la playa, y el hombre podía ganarse la vida con eso.
   Tomé mi bicicleta y partí, aunque una gran tormenta se cernía en el cielo. Hojas volaban por la calle, y los eucaliptos movían peligrosamente sus ramas a ímpetu del viento. Cerca del muelle, un gran tronco recién caído cortaba el tránsito, y hube de levantar mi bicicleta en las manos para pasar.
   Por fin llegué al viejo Hotel El Muelle, donde se alojan pescadores de caña y mediomundo. A través de los cristales se les veía merendar callados, en grupos de a dos o tres. Sin duda estaban a gusto adentro, después de horas a la intemperie, "colando agua". Doblé hacia la playa, y pronto apareció ante mi vista el muelle de pescadores. Dejé mi bicicleta acostada en la arena y me dirigí a una casilla de madera blanca que ostentaba el sonoro rótulo de "Foto Kness", pintado en letras rojas.
   No había nadie. Miré en derredor, por si alguien me pudiera indicar el paradero del fotógrafo, mas nada había cerca, como no fuese el muelle, de modo que allí me encaminé, apurando el paso sobre la arena parda.
   Tuve suerte. No más subir al muelle, encontré al fotógrafo conversando con dos pescadores. Le dije mi encargo, y al punto se acordó, conque me dejó esperando mientras él iba a buscar las fotos. Haraganear, soy mandado hacer, sobre todo cuando es con redes y cosas del mar. Había muchísima pesca, quizá porque el mar estaba crecido y con tormenta. Varias especies de seres marinos se alineaban a lo largo del muelle: tiburones, rayas, anguilas, y hasta un pez luna llenando un mediomundo, exhibido a la entrada del muelle. Pero la pieza de antología estaba en la playa: un pez-cinta de más de tres metros, con una hermosa cresta roja, se moría lánguidamente en la orilla, junto a una caña de pescar. Consideré una profanación que se dejara morir a este ser maravilloso, pero al mismo tiempo me sentía paralizado, sin facultades para hacer nada al respecto.
   El crepúsculo azul iba cayendo. Junto a mí vi a una niña de mi edad curioseando los baldes. De cara triste, su cuerpo esbelto enfundado en una malla enteriza insinuaba formas de mujer. Cerca de su pie había una pequeña tortuga de tierra, sin duda escapada de alguna canasta. Apoyó sobre ella la planta del pie, y con movimiento suave la despeñó al mar sin que nadie lo advirtiese, excepto yo. Cuando vio que la estaba mirando, se puso un dedo en los labios, susurrándome:
-Es la mascota del que pescó el pez-cinta.
   Con esto creía justificar la maldad cometida con la pobre tortuga. Así, en esta batalla entre los habitantes del mar y los de tierra firme, ella tomaba partido alegremente por los peces.
   Mi propia actitud no fue muy sensata: de pronto me pareció equitativo que el mar cobrase una vida, por todas las que le eran robadas. El pensamiento infantil traza raras divisorias, equilibrios ficticios entre reinos insolubles.
    Ella compartía mi espontánea admiración por la serpiente de mar, y mi aversión por ese reptil lento y senil que es la tortuga.
-¿Cómo te llamás?
-Lucila. ¿Y vos?
-Demetrio.
   Como yo, había venido en bicicleta desde San Bernardo. Anduvo por la playa persiguiendo gaviotas plateadas, cada vez más lejos, hasta que el muelle la llamó a subir. Ahora no podría retornar por el mismo camino, porque la arena lisa había desaparecido.
   Sobre el mar se veían lejanas columnas de lluvia. Por fin regresó el viejo trayendo las fotos, que me entregó previsoramente envueltas en papel celofán.
-Pronto llueve por acá, así que cuidá que no se mojen.
   Rescatamos nuestras bicicletas de la arena, y salimos pedaleando juntos, Lucila y yo.
   El camino nos unía, y nuestra juvenil inconsciencia. Yo demoraba la vista en las piernas de mi compañera con una delicia nueva, fruto de la tentación.
   Del bolsillo de mi short de baño saqué dos bocaditos Cabsha, que son bombones en forma de moneda, y le ofrecí uno, gesto que se vio recompensado con la sonrisa más dulce que imaginarse pueda. Lucila dijo que, puesto que compartíamos chocolates, éramos novios. Por presumir ante ella, subí el cordón de la vereda y seguí en equilibrio sobre una fila de baldosas hasta dármela casi contra un árbol: no sin apuro evité el tronco, consiguiendo volver airosamente a la calle.
   Habíamos dejado muy atrás el Hotel, cuando las primeras gotas verdes cayeron sobre nuestro pelo. Pronto se largó a llover con fuerza, y no quisimos buscar reparo, por no plantarnos como viejas bajo un alero. Corrían los torrentes verdeagua buscando las alcantarillas, extensos charcos se formaban en las esquinas, donde repicaba la lluvia levantando burbujas. Estábamos empapados, y reíamos sin razón, mientras seguíamos pedaleando.
   La lluvia era tan cerrada, que no se veían ya las casas ni los árboles, y parecíamos solos en un paraje desconocido. Un rayo de sol filtró entre la cortina de agua tornándola resplandeciente, y elevamos nuestros brazos al cielo con exultación, felices de haber nacido.
   Poco a poco fue amainando el aguacero, y para cuando llegamos frente a la casa de Lucila, el sol ponía púrpura en una rosa de su jardín. Nos despedimos con un tímido beso en los labios, y al partir, a modo de saludo, hice sonar dos veces el timbre de mi bicicleta.

   No volví a ver a Lucila. Cuando pasé por su casa al día siguiente estaba cerrada, y un cartel sobre la puerta rezaba “En alquiler”. Había cambiado la quincena, y con ella, su familia terminó sus vacaciones. Yo quedé desolado, pues a esa edad los designios de los mayores tienen el peso del destino para un niño.
   Caminaba por la orilla del mar recordando el encuentro de ayer, y me decía que volvería a verla, aunque se hubiese perdido en la inmensidad del mundo. Mi fe ingenua no admitía otra posibilidad, y así recuperé el ánimo, convencido de que la marea me la traería de nuevo.
   Los únicos edificios que asomaban sobre la fila de tamariscos y médanos eran el hotel Chiavari, de diseño moderno, con balcones orientados al mar, el Bello Horizonte, en forma de V, y el hotel Riviera, más pequeño que los anteriores, con aspecto de chalet. En la rampa que subía a este hotel organizábamos con otros chicos carreras de lagartijas, las teníamos de la cola y esperábamos que salieran disparadas, abandonándola entre nuestros dedos.
   Claro que no corrían derecho, nosotros las arreábamos para que siguiesen un carril imaginario. Las carreras terminaban cuando algún adulto salía del hotel para retarnos por nuestra crueldad.
   Aquellas tardes de playa eran largas e inspiradas, como un poema dedicado al mar. Mamá tapaba sus piernas con arena seca –un médico le había dicho que eso curaba las várices- y se quedaba charlando con kyría Bartuí, una viejita armenia cuya familia fue dispersada por el genocidio turco. Ella había recalado en Grecia algunos años, y contaba a mamá historias interminables de exilios y reencuentros con sus hermanos medio siglo después.
   Yo quedaba en completa libertad de corretear por ahí, sin guía de nadie. Me hice salvaje y huidizo como un hurón. Vagaba por la playa en busca de caracoles o entraba subrepticiamente a los bosquecillos con mi gomera preparada.
   Siempre volvía de mis expediciones con algún trofeo, que dejaba en el lavadero para horror de mamá: nidos de pájaro, almejas con el bicho adentro que terminaban dando mal olor, estrellas de mar…
   Cierta mañana atravesé las calles flanqueadas de eucaliptos cuyas raíces habían levantado el asfalto, en dirección al campo. Vestía mi sobretodo gris con el cuello alzado, pues había helado a la noche, y aún la escarcha brillaba en los jardines.
    Cada tanto dejaba atrás un sapo aplastado por las ruedas de algún camión, chato y seco como una suela. Seguí alejándome, hasta perder de vista las últimas casas: estaba solo en la llanura cubierta de margaritas.
   Corrí poseído por la euforia, como un potrillo inconsciente: no necesitaba una razón para ser feliz. Girando como una veleta, transformé el paisaje en un remolino de luz; por fin caí sobre la hierba, mareado y desfalleciente.
   Pero la mía no era una caída, sino una apropiación: la llanura entera era mía, podía sentir su latido pegando el oído a la tierra. Quedé inmóvil mucho rato, maravillado de oír ese latido profundo, puro e inhumano, como la voz del mar en las caracolas…
   Volví a casa como quien cumple un deber, pero cada mañana regresaba a la llanura para sentir su latido, cargado de presagios. Y comprobé que a medida que declinaba el verano y se acercaba mi partida, el latido se hacía más lento.
   El último día de vacaciones llegué a la llanura y abracé la tierra: el latido era lento y débil, apenas se oía. Yo no sabía si mi partida producía ese efecto, o el otoño próximo.
    La llanura permanecería muerta durante el invierno, y solo reviviría en primavera, acelerando sus latidos con mi llegada el verano siguiente. Una cosa tenía por cierta: el paisaje de ese rincón de la costa atlántica y yo éramos uno, porque sentía morir algo mío al abandonarlo. En casa, mamá tenía preparadas las valijas, ya sonaba la hora del regreso: le prometí a la llanura que volvería cada año a sentir su latido, cuya fuerza profunda reavivaba el mío.







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