Un faro es un
instrumento para auxiliar la navegación. Los hay de diversos tipos, oblongos,
en forma de torre, trípodes. Lo importante es que sean altos, para ser vistos
desde lejos. En la costa atlántica argentina, al sur del Río de la Plata , hay más de una
docena. Yo subía por una escalera caracol interminable, en el interior del
viejo faro de Punta Médanos. Me había prometido explorarlo cuando lo vi a lo
lejos, semejante a un alfiler clavado en el horizonte sur.
Seguí subiendo,
espiando por las troneras que se abrían cada tanto en la estructura metálica.
Ya había superado con mucho las copas más altas de los eucaliptos, y empezaba a
sentir vértigo. Por fin llegué a la linterna, una campana de vidrio refractario
construida para amplificar la luz de una lámpara gigante encerrada en su
interior. Desde allí había una magnífica vista del mar y los arrecifes
distantes, apenas distinguibles como lejanas líneas de espuma. Volví la mirada
al interior, y vi una hoja de papel tirada en el piso. La levanté del suelo y
leí un mensaje escrito en letra cursiva:
Me encontrarás en el faro.
Nada más. No había
firma, ni destinatario. Yo estaba solo, y pensé en una cita clandestina de
amantes, pero algo en lo escueto del mensaje, y el lugar donde apareció,
invocaban al primero que llegase. O sea, a mí.
¿Quién era el autor
de este enigma? La letra parecía de mujer. Podía engañarme, pero no, esa
prolijidad era típicamente femenina. Guardé el papel y bajé las escaleras,
mientras una idea germinaba en mi cerebro: el mensaje era de ella, la muchacha
del campo. Quizá yo desvariaba, pero aquella soledad daba a su persona una
importancia inaudita, como si kilómetros de playas y bosques le perteneciesen.
Monté en mi
bicicleta, y pedaleé de vuelta a casa por la arena mojada haciendo volar las
gaviotas reunidas en la orilla.
Hace un día hermoso,
y vamos paseando por la playa el grupito de chicos vecinos de “Los tres
Marios”. Pasamos La Lucila ,
y nos internamos en una zona desierta donde rara vez llega nadie. Entre los
médanos asoma un tejado puntiagudo, nos acercamos a ver y ¡oh maravilla! Es un
castillo hermoso, con un amplio parque de césped rodeado por el bosque. Hay una
empalizada que impide entrar desde la playa, pero yo decido saltarla, ante las
protestas de los demás, y de pronto me encuentro solo en propiedad privada.
Camino por el césped hasta el mirador, donde hay sombrillas y paletas apoyadas
al descuido sobre sillas de playa, indicio de que hay gente en casa. Doy un
rodeo y llego a la puerta principal: está entornada, apenas empujo y entro a la
sala.
Hay una mesa larga
de estilo rústico, sillones y cuadros con escenas de montería en las paredes.
Me siento junto al hogar de leña, y extiendo las piernas: han desaparecido mis
preocupaciones. Ese jabalí cuya cabeza cuelga enfrente mío ¿dónde fue que lo
cacé? En San Luis, creo, junto al Potrero de los Funes…
-Señor, ya está lista su monta para la cabalgata de la tarde.
-Gracias, Perkins, no olvides calentar el cognac a mi
regreso.
Paso al cambiador,
me calzo chaqueta y pantalón de terciopelo verde, y botas altas de cuero.
Afuera está mi corcel “Huracán”, por nada del mundo montaría otro.
Es montar y salir
disparados hacia el bosque, tal es el deseo que ambos tenemos de correr.
“Huracán” me lleva al fondo de mi heredad, todos estos bosques que veis me
pertenecen… más allá de Aguas Verdes, y al otro lado de la ruta… tiempo atrás,
la costa entera fue de mis ancestros.
Al llegar a la
avenida de eucaliptos, sofreno el caballo y contemplo en silencio las mil
tonalidades que el otoño pinta en las frondas. Los troncos gris claro semejan
columnas de una iglesia profana uniendo copas rumorosas y alfombra de hojas
secas. El ábside de esta iglesia es el poniente dorado, y su entrada es la
arcada que dibuja la avenida arbórea, a través de la cual se ve el mar lejano
brillando como un topacio.
En este santuario
solemne desposaré a mi mujer, me digo a mí mismo. De pronto un jinete atraviesa
el bosque al galope, desapareciendo por entre las naves vegetales. Me lanzo en
su persecución, pues he visto que se trata de una joven cubierta con un largo
manto de satin rojo con ribetes de oro. ¿Quién será? Me pregunto con el corazón
desbocado como el de mi propio caballo, que galopa sin freno.
La carrera nos lleva
fuera de mi heredad, no consigo acortar distancia, pienso, pienso mientras
cabalgo, una castellana ha de ser, una castellana como yo mismo, dueña de una
heredad lindera a la mía, que me lleva a sus dominios.
Cruzo sendas que
nunca atravesé, siempre en pos de ella, ya no conozco los parajes. La noche se
apodera del cielo como un ladrón y pierdo de vista la presa, pero no renuncio a
la cacería. Cuando menos lo espero, la espesura se abre como una cortina y deja
ver una laguna sobre cuyas aguas riela la luna; y en medio de ella –refugio
íntimo- brilla un pequeño templo de cristal.
Fascinado, sofreno
al bruto: allá lejos cruza la joven en su caballo, levantando espuma plateada.
Acicateo a “Huracán” y me lanzo al galope por el agua; ya estoy a mitad de
camino, ella ha dejado su monta en la orilla y ha entrado al templo. Pocos
minutos después llego a mi vez a la isleta y desmonto.
”Huracán” queda en
la breve playa y yo subo los peldaños de granito negro sobre los que se
asientan las columnas de lo que parece una jaula de cristal.
Entro decidido, por
poco no me doy de narices contra un muro cristalino que cierra el paso a un
metro apenas del umbral; empiezo a bordearlo, caminando en círculo, pero mi
atención está puesta en otra parte: justo en el centro del templo hay un lecho
rodeado de cirios ardiendo, y sobre el lecho está recostada la muchacha que
vine persiguiendo. Se ha quitado el manto, y eleva sus hermosas piernas en el
aire como una gimnasta, para hacerme apreciar su perfección. Yo estoy a pocos
metros de ella, y busco la forma de acercarme al lecho.
El laberinto de
cristal, aunque pequeño, tiene giros que me dejan perplejo. Desando el camino,
oyendo la risa burlona de la beldad a mis espaldas. Me vuelvo a mirarla: tiene
puesto un top de ciclista, y debajo una mínima tanga negra, que deja al
descubierto sus maravillosas nalgas.
Reanudo mi
exploración del laberinto, y esta vez consigo acercarme a apenas dos metros de
mi premio. Ella se excita con mi cercanía, flexiona las piernas y las acaricia,
como enseñándome lo que podré hacer cuando la encuentre. Pero al dar otro paso,
una pared transparente se interpone en mi camino. Oigo entonces una carcajada
maligna, algo en su tono me advierte que ya no se trata de una diversión
inocente.
Está jugando conmigo
como el gato con el ratón, ay, cuando se despiertan los instintos crueles del
gato, no ha lugar la piedad. Pero esa misma crueldad me espolea para seguir
adelante, como el caballo de tiro al que dan de latigazos. Tengo que llegar a
ella, me digo, aunque me cueste la vida. Vamos, debe haber un camino ¿cómo ha
entrado ella al centro? Será cuestión de insistir. Doy la vuelta por otro
itinerario, que me lleva hasta el borde mismo del laberinto.
Examino con más
calma los espejos, que a cada paso dividen los caminos, creando la ilusión de
curvas conducentes al centro. Espejo y cristal, he aquí la sustancia del
laberinto. ¿Y si los rompo? Pego con el puño, con el codo, con el pie: nada. No
es vidrio, sino cristal. Habrá que seguir el juego hasta el fin, no se puede
hacer trampa.
Parto, pues, de
cero, y esta vez uso un método más astuto: ante cada bifurcación, elijo siempre
el camino que aparenta alejarme del centro. A propósito, no miro mi objetivo.
Después de muchas vueltas, he aquí que se abre un corredor oblicuo desde la
periferia al lecho, donde mi maestra iniciadora yace recostada con los tacones
en alto.
Ya no hay duda
posible: avanzo con las manos extendidas, estoy llegando. He atravesado el
corredor y me lanzo sobre el cuerpo codiciado, sobre el ídolo armado con sus
fetiches culturales, sobre la carne soñada. Pero nada aferro en mis manos, el
desengaño es instantáneo. Una carcajada desalmada me confirma que he sido
víctima de una ilusión, del más vil truco de espejos, que por juego de reflejos
y luces, proyectan sobre un nicho la imagen de alguien oculto en otro.
Ahora comprendo que
el laberinto consiste en dos espirales, cuyos centros se oponen como el yin y
el yang; incluso el brillo lunar del cristal y la negrura del granito responden
a este simbolismo deliberado. De modo que ella está al otro lado del espejo, y
yo no puedo acceder allá, pues ya alcancé el centro yang del laberinto,
siguiendo la espiral que me corresponde. Debería salir y entrar por el umbral
yin, pues concluyo que debe haber dos umbrales. En el momento en que esto pienso,
se opera un cambio de luces y el espejo bifaz que nos separa deja de reflejar
nuestras imágenes, para convertirse en un cristal refractario: podemos vernos.
Ella deja el lecho y
se acerca al cristal. Yo hago lo mismo, y por un momento nos miramos a lo hondo
del alma: luego entrecerramos los ojos y nos entregamos al más dulce beso,
primero una sensación fría en los labios, después sintiendo el gusto puro del
cristal en la lengua, al fin lamiendo con fruición desesperada la superficie
transparente. Unimos las puntas de los dedos, y nos quedamos en silencio,
arrobados.
Entonces las luces
cambian de nuevo, y el cristal se vuelve espejo, ya no la veo, he quedado solo.
A oscuras, me dedico a palpar los muros, de pronto me sobresalto: he tocado
algo grande, peludo, con… ¡cuernos!
Es una cabeza de
toro puesta en un nicho, la tomo en las manos y compruebo que por dentro es
hueca, se trata sin duda de una máscara de Minotauro… si ella quiere jugar a
que la persigue un monstruo, no la dejaré con las ganas… sin duda anhela que la
posea un ser mitológico… voy comprendiendo los caprichos de mi joven maestra,
ella dispuso todo de antemano, y luego me atrajo aquí para divertirse conmigo a
su antojo.
Le daré todos los
gustos, pues al final, su placer será el mío. Me pruebo la máscara, me entra
justa, si jalo hacia arriba no sale. Domino la claustrofobia, y miro por los
ojos del toro: un poco turbio, pero se ve. La máscara me da calor, me desnudo,
ahora soy la viva encarnación del Minotauro. De pronto suenan trompetas,
quebrando el silencio lunar del laberinto: es un pasodoble. Al mismo tiempo se
corre el espejo bifaz que separa los aposentos, y se hace la luz. Lo que veo me
deja estupefacto: ha desaparecido el lecho, y ante mí está la joven enfundada
en un ajustado traje de torero, mirándome desafiante.
Da un paso cauteloso
al frente, y agita la capa roja con un “¡Hah, toro!”, estentóreo y salvaje. Yo
vacilo unos momentos; no es el juego que suponía. Ella vuelve a provocarme con
su grito “¡Hah, hah, toro!”, agitando la capa con gesto imperioso. Entonces
respondo al grito y al gesto agachando el testuz, y pasando bajo la capa.
Ella retrocede
alerta, como si yo fuese un toro de verdad y pudiese herirla con mis cuernos.
Su cuerpo esbelto en traje de luces me tiene hipnotizado, y hacia él cargo, sin
preocuparme demasiado por guardar las apariencias del juego.
Pero ella me elude
con un salto hábil, haciendo pasar la capa sobre mi cabeza. Siento en la cara
el ardor de la humillación, ¿se piensa que soy una bestia, para hacerme esos
desaires?
Ahora ha soltado la
capa y toma unas banderillas. ¿Qué se propone? Pues si lo que quiere es una
lección, la tendrá. Cargo bajando el testuz con intención de herirla, pero no
la encuentro, se ha corrido hábilmente para el costado, y me ha clavado… sí, la
muy cruel me ha clavado las banderillas. Me toco la espalda y compruebo que
sangra profusamente. La miro incrédulo, pero ella no puede ver mi expresión de
reproche, sólo una cara de toro.
Toma de nuevo la
capa, ahora es una figura implacable y altiva a la que debo obedecer. Me lanzo
sin lucidez alguna hacia la manta roja que me tienden, y paso de largo como un
animal. El público de la grabación grita ¡ole!, y la música adquiere un tono
dramático. Apenas me doy cuenta de lo que hago, giro buscándola, la capa pasa
una y otra vez sobre mi cabeza. ¡Ole! ¡ole!
Me detengo,
resollando. Ahora mi verdugo ha dejado caer la capa, y se planta frente a mí
erguida en puntas de pie, con el estoque apuntándome. Es la última pasada. Si
logro derribarla, aún puedo salvarme. Embisto con los cuernos en ristre, al
mismo tiempo que ella lanza una estocada con rapidez de víbora…
Ya todo ha pasado.
Me encuentro tendido en el piso. De mi cervical sale un estoque clavado a media
hoja, pero no me duele. Mi boca escupe sangre. Una mano retira el estoque, y me
da vuelta boca arriba. Puedo verte, torera, a través de mi máscara. ¿Es ésta tu
manera de amar? ¿Es este templo de cristal el ruedo donde el yin y el yang se
enfrentan a perpetuidad? ¿Y uno de los dos debe siempre morir?
Las preguntas no han
salido de mi boca. Sólo soy un despojo, como cualquier toro de corrida. Pero
ella, mi maestra de erotismo, me dará la respuesta. Sin vacilaciones se
aproxima y toma posesión del vencido, sentándose a horcajadas sobre mi pecho.
Aún agonizando, ardo en deseo al sentir el peso de sus nalgas firmes y suaves,
una suavidad que desmiente su conducta. Ha alzado el estoque con ambas manos, y
poniendo en tensión todos los músculos de su cuerpo, lo hunde, lo hunde con
fuerza en mi corazón. La sangre escapa a borbotones de mi boca y sale escupida
por entre los dientes del toro. A lo lejos oigo una cerrada ovación, el grito
de “¡dos orejas!”, “¡dos orejas!”, vociferado por un público feroz, y me hundo
en la negrura.
La fantasía se disipa por momentos; veo fugazmente una
cabeza de jabalí enfrente mío… pero logro hundirme de nuevo en mi ensueño, en
el punto preciso en que ambos, la torera y yo, nos jugamos el último lance: la
pasada es rápida, ni siquiera un espectador atento podría decir a ciencia
cierta quién logró herir a quién. Nos hemos separado; la máscara de toro está
bañada en sangre -no sé si mía o de ella- chorreando sobre mis ojos. No
distingo si mi rival está de pie junto a mí o tendida en el piso. No hay dolor,
sólo la certeza de que algo irreversible ha ocurrido. Una estocada a muerte,
una cornada fatal… nos hemos jugado enteros, y ahora uno de los dos agoniza. El
laberinto está en silencio, como un templo antiguo deshabitado. A lo lejos se
oye el canto lúgubre de un búho…
Bajo la luna llena,
una figura cabalga por el agua, dejando una estela de plata. Atrás ha dejado el
templo de cristal, junto al cual hay un caballo esperando inútilmente a su
jinete.
-¿Quién sos vos?
-¿Yo?
-Sí, vos, ¿qué hacés sentado en mi sillón?
-Eh… vine con unos amigos. Ya me voy, me están esperando.
-Si te vuelvo a ver adentro del castillo, llamo a la policía.
-No… no se preocupe, no volverá a ocurrir.
-Más te vale.
-Adiós señor, y disculpe.
-Chau pibe, y no vuelvas a meterte en casa ajena.
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