Las tardes de
invierno, a la salida del Colegio, solía volver caminando a casa, en lugar de
tomar el colectivo. Tomaba por Avenida de Mayo hasta Congreso, siguiendo los
reflejos dorados del sol en las ventanas y las cúpulas, hacia el ocaso rojo.
Iba meditando o soñando, pareciéndome a veces que un rayo del sol bajo
iluminando los transeúntes acababa de crear el mundo, otorgándoles la memoria
ilusoria de un pasado. Ellos se dirigían a casas recién formadas, creyéndolas
suyas, y abrazaban esposas e hijos instantáneos. ¡Era tan fácil y abundante esa
felicidad como el mar hace espuma! Otras veces en cambio regresaba con el ánimo
sombrío, atravesando la muchedumbre opaca y agobiada como generaciones de
esclavos: el canillita de campera gastada vendiendo el diario de la tarde, la
dactilógrafa de mirada gris volviendo cansada del trabajo... Deudas y cargas
familiares abrumaban a esta gente, manteniéndoles atados a una rutina infame.
Yo pasaba entre ellos como uno más, estaba sometido a la misma marejada de
obligaciones, pero confiaba en mi genio para salir a flote o explorar grutas
submarinas.
Cierto atardecer
cruzaba la plaza Congreso bajo la mirada azul del lucero; me senté en un banco
a descansar, o mejor, a contemplar la ciudad despertando a la noche. Cada
segundo sumaba una luz nueva, la ilusión nocturna se organizaba en
constelaciones verticales. Frente a mí, se iluminó una cúpula rodeada de
vidrios toda la vuelta, como la linterna de un faro. Llamó mi atención el
interior decorado con adornos navideños, especialmente un traje de Papá Noel calzado sobre una
mecedora, con barba y todo. Raro, pensé, falta mucho todavía para fin de año.
En eso entró una mujer a la habitación, y comenzó a desnudarse. Pronto quedó
sólo con un body ajustado de red negra y se hundió en la mecedora, cruzando las
piernas. No se puso a tejer, no. Más bien se restregaba contra el traje de Papá
Noel, como un gato mimoso. Yo no le quitaba ojo, pues incluso a esa distancia
apreciaba un cuerpo perfecto.
Se levantó de la
mecedora, y dio toda la vuelta a su alrededor, como en ciertos actos de
strip-tease, antes de sentarse a horcajadas de ella, abrazando el disfraz. Se
meció largo rato así, las mangas de la chaqueta apoyadas en sus nalgas, hasta
apagarse la luz.
Yo me levanté y
caminé hacia la puerta del edificio: naturalmente, estaba cerrada, y no había
portero eléctrico. De regreso a casa, me prometí explorar el lugar de día: deseaba
conocer a la misteriosa inquilina de la cúpula.
Salí temprano, con
la excusa de asistir a una práctica de francés en el laboratorio de idiomas.
Llevaba el Livre de Images bajo el brazo, como todos los viernes, pero
tomé un rumbo distinto al habitual, y pronto me encontré ante el edificio que
me interesaba. Tenía varias puertas de reja que daban a escaleras, todas
cerradas. Fui bordeando la fachada por Avenida de Mayo, hasta que me encontré frente
a la última puerta. Aquí había una escalera oscura subiendo hacia los pisos
superiores: el edificio ocupa la cuadra entera.
Durante algunos
minutos estuve ensimismado, pensando en los dramas que podía esconder esa
colmena humana; de pronto noté que un hombre de edad se acercaba por la vereda
y abría la puerta. De inmediato me colé detrás de él, disipando su desconfianza
con un vago “voy al sexto”, a modo de explicación. Subí hasta el quinto piso,
de allí partía una escalera de madera muy empinada y estrecha, directo hacia la
cúpula.
Había poca luz;
ascendí los peldaños crujientes, observando que las paredes estaban cubiertas
con dibujos obscenos; destacaba la silueta de una mujer de espaldas con un gran
culo y un órgano sexual masculino apuntándole, producto de haber rasgado el
revoque con una moneda. En contraste, había ingenuos corazones delineados con
marcador azul, frases ilegibles escritas en birome, y de nuevo, un tosco
letrero rezaba “potra” en letras de imprenta, ferozmente trazado sobre la cal
húmeda.
Quedé pasmado por el
salvajismo desatado en ese estrecho pasaje, el lugar tenía algo de baño
público. Flotaba en el ambiente olor a orín, manchas amarillentas denunciaban
chorreadas de semen en los rincones; muchos tipos sin duda habían merodeado por
ahí antes que yo. Continué ascendiendo en la oscuridad, palpando las paredes
heridas; de pronto me topé con una puerta cerrada. Supe que al otro lado estaba
la cúpula, guarida de una bruja moderna cuya diversión no consistía en preparar
pócimas ni pinchar muñecos, sino en volver locos de deseo a cuantos hombres
pudiera.
Me agaché a mirar
por la cerradura: descubrí la mecedora con su traje de Papá Noel, justo en mi
ángulo de visión. ¡Aquí se masturbaban los tipos!
Mis aventuras
callejeras me hacían llegar tarde al Colegio, pero ya no tenía importancia:
nadie respetaba el horario. Habitualmente, el claustro principal estaba
atestado de alumnos oyendo un incendiario discurso de Pablo Roth contra el
imperialismo yanki. Yo pasaba de largo e iba derecho al aula a encontrarme con
mis amigos: nuestro grupo era conocido como “El Lumpen”.
-¡Llegó el griego, ya estamos todos para el fulbito!
Salíamos como indios
hacia el pasillo amplio del segundo piso, ahí se armaban partidos caóticos con
pelotas de papel abigarrado. Mauro había fabricado una que era joya: casi
perfectamente esférica, enfundada en una media, picaba y todo. También
jugábamos al pin pon en las mesas del SUM (Salón de Usos Múltiples), pero eso
sólo en las horas libres oficiales, el resto del tiempo el Salón permanecía
cerrado, y nosotros deambulando sin rumbo por el Colegio. Terminado el partido
volvíamos a clase, como niños buenos. Allí sólo se contaba la mitad de los
compañeros, el resto permanecía ausente, ocupado en vagas reuniones políticas.
Entre ellos estaba Luzbela, a quien cada vez veía menos. Únicamente
coincidíamos todos en la clase de Botánica: la profesora Guaglianone no se
dejaba intimidar por el clima reinante, y exigía de nosotros el máximo
rendimiento. Había conseguido para el Colegio un modelo tridimensional de la molécula
de ADN, todo un avance en aquel tiempo. Nos mandó armar un herbario, pretendía
hacer de cada uno de nosotros un pequeño Linneo.
Cierta vez, fuimos
al laboratorio a mirar muestras orgánicas por el microscopio. Bajo una potente
luz, la médula de gato parecía un cielo crepuscular, el ojo de mosca un aleph o
esfera holográfica. Lo más simple era el corcho, tejido de células muertas
similar a un panal. La profesora estaba explicándonos la formación de esta
sustancia en la corteza exterior del alcornoque, cuando un olor dulzón se
difundió en el ambiente. “Guaglia” arrugó la nariz, extrañada, y desapareció en
dirección al depósito donde guardaba su colección de plantas. Todos la
seguimos, intrigados: en un rincón del depósito encontramos a Nelson y Hugo sentados
en el piso, con los ojos vidriosos. La profesora les quitó de las manos el
cuerpo del delito, y nos lo mostró triunfante: ¡habían estado fumando hinojo!
Chamánicos o
inconscientes, mis amigos eran innovadores en el campo de la drogadicción.
Ambos terminaron en la enfermería, con principio de intoxicación.
Ya nunca volvía
directo a casa al salir del Colegio. Seguía a alguna mujer hermosa hasta la
entrada del subte o una galería, entonces me acercaba y le pellizcaba las
nalgas, al uso italiano de los ‘60. La reacción variaba según la mujer, pero no
me quedaba a evaluarla, prefiriendo poner pies en polvorosa. Cuando me cansaba
de este juego, me sentaba en la plaza del Congreso a vigilar la cúpula: la
novia de Papá Noel se hacía desear, no daba señales de vida por días enteros,
pero una tarde vi la luz mágica encenderse en la cúpula, y ella desplegó su
número para mí. Aceché su salida largo rato, sin éxito, seguro se quedaba a
dormir arriba.
Di la vuelta para
volver a casa, pero al llegar a la esquina eché una mirada atrás: la cúpula
parecía una jaula de cristal suspendida en el aire. Sin quererlo, me encontré
murmurando una frase: “Me encontrarás en el faro”. ¡Eso era! Un faro en medio
de la ciudad... debía llegar allá arriba como fuese, sólo en la cúpula se
cumpliría mi destino. Allí sabría por fin quién era ella, y sobre todo, quién
era yo.
En el Colegio,
entretanto, el bicho de la concuspiscencia había picado también a un profesor.
Villar, se llamaba, daba clase de química en un pequeño auditorio con gradas.
Para él, los varones no existíamos, ni las tres cuartas partes de las chicas:
únicamente llamaba al frente a Luzbela, Marina y Soledad. Las desnudaba con la
mirada mientras ellas exponían, haciéndolas sentir incómodas. Más que lecciones,
parecían interrogatorios personales. Ellas respondían con monosílabos, sin
ocultar su molestia por lo que consideraban, con razón, un abuso. Sin
inmutarse, Villar las despedía con una baja calificación, y hacía pasar a la
siguiente.
Sus duelos con Luzbela
eran memorables: ambos se movían y hablaban con cautela, estudiándose. El
profesor alternaba preguntas sobre química con otras más íntimas; en cierto
momento llevó su audacia a saber si aún era virgen.
-Usted no tiene idea ¿no?
-No, por eso te pregunto.
-Mejor pregúntele a la Esfinge.
Y todos fuimos en
nuestra imaginación, como Edipo, camino a Tebas, de donde volvimos sin
respuestas.
Venía por Avenida de
Mayo más tarde que de costumbre, un acto a última hora me había retrasado.
La gente iba de aquí
para allá con esa prisa característica que impone la caída de la noche. Por la
vereda de enfrente vi pasar una minifalda conocida: ¿Luzbela?
Me puse a seguirla,
sintiendo salírseme el corazón del pecho: iba derecho a su guarida en la
cúpula. Caminaba despacio, haciendo rozar un muslo contra otro. Yo la estaba
alcanzando, cuando entró a su puerta y la cerró en mi nariz. Quedé viéndola
subir la escalera a través de la reja, un cuerpo cimbreante en la oscuridad.
-¡Luzbela! –grité con voz destemplada.
Ella se detuvo, y
poniendo las manos en la cintura, giró lento la cabeza para verme. Luego
aceleró la marcha riendo, sabiéndose inalcanzable.
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