Tercer año: algo falla


   Habíamos pasado, en efecto, a tercero, sin gran esfuerzo por mi parte. Ello no me ganó unas vacaciones, porque mamá viajó a Grecia a ver a la abuela que estaba grave, y nosotros nos quedamos en casa, donde mi hermana hizo sus primeras armas como cocinera. Ese verano en Buenos Aires fue triste y nostálgico, más doloroso aún que el anterior. Pero al volver al Colegio me esperaba una catástrofe: a raíz de haber quedado con pocos alumnos, habían disuelto nuestra división, y nos repartieron de a cinco o seis en las demás.
   Se me fue el alma a los pies al saber que Luzbela no sería más mi compañera: como un autómata caminé hacia mi nueva aula, una cáscara vacía sin misterio ni encanto. Allí seguí, por un año, una vida que no valía la pena.
   Me hice amigo de un nuevo compañero, Aldo Kusak, quien llegaba al Colegio en una limusina negra. Sus padres lo cuidaban mucho por ser asmático, y no le permitían salir solo, ni hacer deportes. Yo me preguntaba si no le haría bien un poco de vida al aire libre, mirando esa tez pálida surcada de venas azules que parecía clamar por un poco de sol. Pero la orgía del cielo azul le estaba prohibida, lo mismo que a mí la visión de mi amada. A veces salíamos juntos del Colegio, y yo subía a la limusina fúnebre junto con Aldo, rumbo a su casa.
   Éramos dos seres melancólicos y pálidos, hundidos en confortables butacas tras los vidrios polarizados. Una lástima de jóvenes, aunque eso sí, aristocráticos.
   Aldo tenía chofer; nada más llegar a su mansión, éramos despojados de nuestros abrigos por un mayordomo e introducidos a la sala, donde tomábamos el té. Allí nos batíamos en taciturnas partidas de ajedrez durante horas, sin hablar. Terminado este ritual, yo volvía a mi condición de indigente y tomaba el colectivo 12 de vuelta a casa.




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