Me encuentro solo,
de codos sobre una mesa prestada que junto a dos sillas constituye todo el
mobiliario de la habitación. Por la ventana veo el santuario de Monserrate,
suspendido en la cima de un monte sobre el centro de Bogotá. Despejado y
lúcido, anoto mi horario de clases en el Instituto. Los nombres de las materias
que componen la Maestría
son áridos y poco prometedores: Lingüística Hispánica, Teoría Literaria, Teoría
Lingüística, uy, Fonética y Fonología… menos mal que en la cartuchera llevaba
lápices de colores para pintar, y una lista de plantas, animales y nombres para
jugar al tutti fruti.
No pensaba aburrirme
en clase, de ninguna manera. Sobre todo, estaba decidido a no sentarme en el
primer asiento y ser el tragalibros del aula, como había ocurrido durante toda
la primaria, donde sólo tuve ojos y oídos para cuanto explicaban mis maestros.
En efecto, una nueva
vida se iniciaba para mí: comenzaba la escuela secundaria, y con ella, la
ilusión juvenil de encontrar el amor, un amor que soñaba profundo, completo,
misterioso…
Había aprobado el
examen de ingreso al Colegio Nacional Buenos Aires, tradicional casa de
estudios cuyos orígenes se remontan a la colonia.
Era entonces la meca
del estudiantado porteño, quienes accedían a sus aulas se consideraban
distinguidos con un raro privilegio. Nos habían hecho leer Juvenilia, el libro
donde Miguel Cané relataba sus recuerdos de interno en el Colegio, y yo sentía
ansias por emularlo. Todo mi ser intelectual y emocional estaba dispuesto para
la aventura que me esperaba: cinco años de estudios, de ilusión, de formación
de carácter; cinco años imborrables para la memoria; cinco años marcados a
fuego por mi pasión adolescente, de los que este libro es testimonio.
El primer día de clases, y por única vez, mi papá me acompañó al Colegio. Comprobó que era grande, con una entrada imponente, y muchos estudiantes: con ello quedó satisfecho. Nos despedimos en la escalinata, y yo me sumé al tropel de los que entraban. Bustos de próceres nos miraban severamente, vigilándonos. Fuimos recibidos en el Aula Magna, himno, bandera de ceremonia, y un discurso de bienvenida del rector echándonos sobre los hombros la responsabilidad de que el mundo siga funcionando. Luego de esto fuimos repartidos en las divisiones.
El primer día de clases, y por única vez, mi papá me acompañó al Colegio. Comprobó que era grande, con una entrada imponente, y muchos estudiantes: con ello quedó satisfecho. Nos despedimos en la escalinata, y yo me sumé al tropel de los que entraban. Bustos de próceres nos miraban severamente, vigilándonos. Fuimos recibidos en el Aula Magna, himno, bandera de ceremonia, y un discurso de bienvenida del rector echándonos sobre los hombros la responsabilidad de que el mundo siga funcionando. Luego de esto fuimos repartidos en las divisiones.
No sé por qué
designio del destino, las chicas más lindas de la promoción fueron asignadas a
mi aula. Yo no lo comprendí de inmediato, porque estaba demasiado pendiente de
mí mismo, queriendo sobre todo no equivocarme al desempeñar el papel que se
esperaba de mí. Con el transcurso del tiempo, sin embargo, empecé a fijarme en
mis compañeros, y sobre todo, en mis compañeras…
Una tarde, durante
la clase, me encontré volviendo con frecuencia la mirada para ver el rostro
perfecto de una compañera, cuyo nombre aún no conocía. Yo me decía: todavía no
se dio cuenta de que la miras, disimula pues para no quedar en evidencia.
Pero no pasaban dos
minutos, y ya estaba yo volviéndome otra vez a mirarla, tan ingenuo era en
cosas del amor, y tan nuevo el placer que sentía al ver el dulce óvalo de su
cara sobre el que llovía lacio el pelo castaño claro. Por momentos ella
sonreía, hablando con un compañero enormemente afortunado.
¿Cómo podía ser ya
su amigo? Esto lo comprendí en seguida, mi inferioridad en el cortejo, me
resultaba imposible conseguir la desenvoltura de tipos como ése. Leandro
Martínez se llamaba, era dos años mayor que yo, pero en esa etapa de nuestro
desarrollo, parecían cinco. El, junto con otro muchacho llamado Roberto, eran
los reyes indiscutidos del aula. Todas las chicas estaban siempre a su
alrededor, quiero decir, las chicas que importaban, cinco bellezas llamadas Judith,
Eva, Soledad, Marina y… Luz Anabela, que todos llamaban Luzbela, por síncopa de
sus dos nombres. Y esta niña estaba tan bien formada a sus trece años, como
para darle síncope a un hombre mayor.
Su rostro me había
cautivado, y su cuerpo… sentía al verla honda turbación, despertaban en mí
deseos que me avergonzaban. Pero yo no necesitaba entonces intimar con ella, me
bastaba su presencia para ser feliz durante el día, y para construir fantasías
complicadas por la noche, donde mis compañeros y yo nos transladábamos a
bosques prehistóricos, viviendo aventuras en las que Luzbela y yo éramos
protagonistas.
Perseguidos por fieras exóticas cruzábamos
desfiladeros, mi compañera trepaba por lianas gigantes, semidesnuda y soberbia,
afirmándose con las piernas hasta dar en una cornisa, desde donde me invitaba a
reunírmele.
Y allá iba yo, que
nunca supe trepar una cuerda, escapando al zarpazo de un monstruo
antediluviano. En la cornisa no había tiempo para besos, ni permiso tampoco; la
fuga continuaba interminablemente hasta altas horas de la madrugada, cuando por
fin, exhausto de imaginar tantas peripecias, me quedaba dormido.
Al otro día iba a
clase, sólo para comprobar que la realidad era algo distinta a lo que había
ensoñado. Luzbela era sólo una jovencita en uniforme de Colegio, y yo no era
protagonista de nada, el papel principal lo tenían Leandro y Roberto. La trama
misma era diferente, no había monstruos de quienes escapar, sólo profesores
dando clase.
Pero aquí, iluminado
por la claridad de la ventana, el rostro de mi amada era más nítido, su
espíritu más definido, concentrada como estaba en su lección. Yo convivía con
ambas, la chica estudiosa del Colegio –sus notas eran las mejores- y la heroína
inverosímil de mis sueños. Un psicoanalista diría que mi rutina era
esquizofrénica, yo no me opongo a esa clasificación.
El Colegio brindaba
a sus alumnos una formación humanista, basada en los principios del Siglo de
las Luces. Encarnaba este ideal la figura de Amadeo Jacques, profesor enciclopédico
y rector en tiempos de Juvenilia, cuyo busto preside la escalinata de entrada.
Tal espíritu era
acorde con el mío, de modo que pronto me adapté al régimen de enseñanza:
Historia, Matemáticas, Latín… curiosamente, mi materia favorita no era Literatura,
quizá porque las obras que nos tocaba leer –Mío Cid, El Lazarillo de Tormes,
Mester de Clerecías- eran áridas y desprovistas de interés como el desierto de
Atacama. Su lugar lo ocupaba Francés, sin duda a causa de que todos debíamos
intervenir en clase, resultando de ello que la atención de Luzbela por un
minuto recaía en mí.
Aún recuerdo, por lo
insólita, la presentación de Monsieur Sabatiello: su discurso no versó sobre la
materia, sino acerca de la limpieza obligatoria de nuestras uñas. Nos hizo
pasar uno por uno a mostrárselas, despidiendo del aula a aquellos que a su
juicio no las teníamos limpias. En pocos minutos estuvimos todos afuera, camino
a enjuagarnos las uñas en el baño. De regreso nos encontrábamos con los
primeros en lavarse, rechazados y enviados de nuevo al baño por Monsieur
Sabatiello.
La situación era
caótica, exhibíamos las uñas limpias al profesor y éramos despedidos de nuevo,
entre ataques de hilaridad. Toda esa hora fue un continuo ir y venir al baño,
hasta que los dedos nos quedaron arrugados por tanta agua. Finalmente
comprendimos que debíamos cortárnoslas al ras, cosa que hicimos con una
tijerita facilitada por alguien; sólo así fuimos admitidos en el aula.
La clase siguiente
fue esperada con impaciencia y risas por lo bajo, pero aparte de algunas
revisiones de uñas y un par de despidos al baño, Monsieur Sabatiello se dedicó
a dar clase. Surgió entonces otro motivo de hilaridad, al ver cómo el profesor
–hombre anciano y regordete- pronunciaba con amaneramiento la u francesa,
estirando los labios como un pato.
¡Pobre Monsieur
Sabatiello! Aún nos reíamos cuando en los días fríos iba a apoyar su trasero
contra el radiador. Años después, estando nosotros en quinto año, nos llegó la
noticia de su muerte. Hubo un día de duelo, con bandera a media asta y asueto
de clases.
Yo sentí tristeza al ver que a nadie le
importó su deceso, todos hablaban entonces de política. Pero ¿quién nos enseñó
francés?
Hora de Dibujo.
Saquen una hoja de cartulina, lápices Faber, pinceles. Acuarela o témpera, tema
libre.
-¿Puede ser el mar?
Quien preguntaba era
yo. El profesor, Borzone se llamaba, me miró unos momentos con desconfianza,
antes de responder.
-El mar es muy difícil de dibujar.
-¿Pero puede ser?
-Y… si usted quiere…
El profesor Borzone no creía en la enseñanza
del dibujo, y sí en el talento innato. No ocultaba su preferencia por dos de
mis compañeros: el gordito Piaggio, y Gustavo Kloster. Yo no entendía los
dibujos de Piaggio, pero sí me gustaba Kloster: pintaba con pequeñas
pinceladas, como bucles de colores; su estilo tenía una relación misteriosa con
sus cabellos, rubios y enrulados. Pero era meramente decorativo; no me servía
para pintar el mar. Así que volví a mi banco, desalentado. Si no podía dibujar
como Piaggio, ni pintar como Kloster, era inútil cualquier esfuerzo. El
profesor ya lo había dicho. ¿Para qué molestarme, entonces?
Pero yo quería
pintar el paisaje que amaba. Si no podía trabajar con pinceles, lo haría con
palabras. Se me ocurrió entonces este poema:
El mar
Sentado al borde de un médano
el sol de oro
detrás
las olas del
océano
rompiendo espumosas van.
Fue mi primer poema,
la inspiración surgió no en la clase de Literatura, sino en la de Dibujo. Lo
copié con letra caligráfica sobre la cartulina, y entregué la hoja al profesor.
Me miró como si hubiese cometido un sacrilegio.
-¿Qué es esto?
-Un cuadro.
-¿…?
-Sí, un cuadro del mar. Puede enmarcarlo, si quiere, y
colgarlo en una pared de su casa.
-Vea… ¿cómo es su nombre? …Charalambous. Esta es una clase de
Dibujo, no de Literatura. Vaya a su asiento y pinte el mar como Dios manda.
Iba a obedecer, pero
no tenía ganas de rebajarme a un arte inferior, después de componer un poema.
-Yo ya lo pinté. Y si a Dios no le gusta, que se embrome.
Tuve la suerte de
hacer reír al profesor con mi respuesta, y me echó sin exigirme nada. La clase
absorta en su tarea no prestó atención a nuestro diálogo. Una lástima.
Los recreos nos
reuníamos junto a la fuente que ocupaba el centro del patio. Llegábamos todos
resbalando como patinadores sobre suelas, allí se formaba el grupo principal en
torno a Luzbela. Se planteaban acertijos eróticos, qué harías vos si fulano te
pidiera un beso, si a mí zutana me da un entre agarro viaje. Leandro y Roberto
amagaban requiebros, hablaban mucho y hacían poco.
Yo me mantenía
aparte, cerca de las plantas que rodeaban al patio. La simetría de las hojas y
las flores era como un espejo de mi alma, me hubiese gustado ser frío y verde
como un vegetal. El celo animal de mis compañeros me producía rechazo, mi savia
no terminaba de madurar.
Así me veía yo, como
un ser de otra especie transplantado a un medio hostil. Pero mis espinas me
protegían, nadie me tomaba el pelo.
Entretanto, Luzbela
disfrutaba su triunfo: medio colegio estaba enamorado de ella, y lo sabía.
¿Quién no envanecería en semejante situación? Engrupida estaba, como dicen los
viejos porteños, muy lejos de mi alcance.
Contemplándola,
sentía que su rostro me evocaba algo familiar. No podía definir esa sensación,
pero una noche me acordé de Lucila, a quien mi nuevo amor me había hecho
olvidar. ¿No eran parecidas?
Traté de recordar su
rostro, y hallé con pesar que no podía evocar sus facciones con exactitud.
Habíamos compartido una sola tarde, y un solo beso tímido. Pero la razón
principal de no poder recordarla con precisión, creo, era lo regular de sus
rasgos, su perfecta armonía.
Ello hacía que se
fundiesen naturalmente con los de Luzbela en mi imaginación. Ya no podía
distinguirlas, ambas eran una sola para mí. Apenas recordaba que mi novia de
San Bernardo era un poco más rubia que mi compañera de Colegio, como una
versión aniñada de ella misma.
De modo que Luzbela
absorbió mi amor por Lucila, y aún extendió su presencia a los recuerdos que yo
tenía de ésta, como si quisiese participar de ellos. Un solo cuerpo de mujer
focalizaba el abanico de experiencias y la pasión de mi vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario