La revolución en pantalones cortos



   Retomo la historia del Colegio, porque aún falta referir lo peor. Va tocando a su fin el quinto año, estamos en clase casi todos –cosa rara- y de pronto entra Silvia Vogel (es el único recuerdo que tengo de ella) muy agitada, trayendo una noticia que ella juzgaba la eximía de pedir permiso al profesor:
-¡Perón está gravísimo... y ya le dieron la extremaunción!
   Me paré y salí gritando del aula, simulando estar afectado por la noticia: los demás me siguieron, y así escapamos dejando con la palabra en la boca al profesor.
   En la Argentina de aquella época, la muerte de Perón era en efecto un acontecimiento grave: sólo él mantenía unidas a la izquierda y la derecha, que a partir de ahora quedaban enfrentadas en una lucha a muerte. Al día siguiente se declaró asueto y duelo nacional: el cadáver de Perón fue velado en el Congreso y una multitud interminable desfiló en tres jornadas sucesivas para darle su adiós.
   Desde la puerta de casa podía ver la fila atravesando la esquina, todavía a cuatro cuadras del Congreso; allí encontré a Roberto, mi antiguo compañero de Colegio.
-Hola ¿qué hacés acá?
-Vengo a despedir al general, flaco.
-Si a vos no te interesa la política...
-No, pero acá hay que estar...
   Como él, eran miles, aglutinados por la vaga atracción de la masa: todo un pueblo llorando a su líder.
   Por aquel entonces me parecía tonto, pero en vista de lo ocurrido después, comprendo que ciertos hombres cohesionan las naciones, impidiendo su disgregación. Son como poxipol, un pegamento que va con todo.
    Yo por el contrario no pego con nada, ninguna tendencia social puede tenerme como representante. Menos mal que no tengo ambiciones políticas...

   “A la opinión pública: Nuestros impuestos están financiando la revolución comunista, bajo la fachada de una institución educativa tradicional. Sr. Ciudadano, entérese:
El Colegio Nacional Buenos Aires es un centro de actividades subversivas, donde se imparte la doctrina marxista y se da entrenamiento militar a los estudiantes, para convertirlos en guerrilleros.
   No permanezca indiferente. Es preciso intervenir el Colegio para salvaguardar a la sociedad.”
   Decenas de estos carteles estaban pegados en la fachada misma del Colegio y calles aledañas. Yo lo tomé a risa, la única charla que tuvimos en el salón de Tiro se convertía en “entrenamiento militar” para futuros guerrilleros... se le olvidaba decir al autor del panfleto que la práctica de tiro era una tradición antigua en el Colegio...
   Pero al entrar a clase vi que mis compañeros no tomaban la cosa en broma.
   Hubo una deliberación en el claustro principal, se barajaron algunas hipótesis acerca del autor del infundio contra el Colegio, y la conclusión apuntó hacia los servicios secretos, en connivencia con la policía.
   Se estaba preparando el terreno para una intervención del gobierno contra el rector Aragón: yo me encogí de hombros, sin conceder mayor importancia al asunto...

   Lo temido se produjo, inexorablemente: Aragón renunció, respondiendo a presiones políticas. Se nos ordenó volver al uniforme, esto me hubiese alegrado en otras circunstancias, pero faltaba apenas una semana para terminar las clases.
   Dicen que el comienzo y el final son los momentos más peligrosos en un proceso cualquiera: la turbulencia psíquica que sigue o precede a un cambio de estado es causa de ello. Y una vez más, había de comprobar la verdad profunda de tal aserto...
   El lunes desempolvé mi blazer, el pantalón gris y la camisa celeste, que permanecieran en el limbo del placard casi dos años. Recuperé la corbata de elástico, ahora sí, definitivamente ridícula, y me la puse al cuello: volvía a parecer un estudiante aplicado. Salí hacia avenida Belgrano, tomé el 103 y me bajé en Bolívar. Caminé una cuadra y llegué al Colegio unos minutos tarde, según mi costumbre. Entré al aula y vi... ¡a todos mis compañeros en pantalones cortos!
-Dale griego, remangate vos también, estamos protestando contra el uniforme.
   No me hice rogar, en un minuto estaba igual que mis compañeros, con las botamangas remangadas por encima de la rodilla. Las chicas se habían puesto todas dos colitas, parecíamos nenes de jardín demasiado crecidos. El ejemplo de nuestra división cundió como reguero de pólvora por todo el Colegio, incluso los de primer año nos imitaron. El desafío al nuevo orden quedaba planteado, y en unos términos que no admitían conciliación.
   Yo pensaba que aún así tendríamos clase, pero el profesor no llegaba, de modo que salimos al claustro: sólo entonces noté las paredes completamente cubiertas por inscripciones, o mejor dicho, por una única inscripción multiplicada ad infinitum: “Fuera Garda”.
   Quedé boquiabierto ante la magnitud del desmán cometido por los estudiantes, no había quedado en todo el Colegio un metro cuadrado de pared libre del repudio a Garda, el nuevo rector.
   Entonces la nueva autoridad se hizo presente en la persona de Makius, el jefe de celadores. Todavía recuerdo a ese hombretón ordenándonos formarnos en el pasillo, con voz de trueno. Se hizo un silencio culpable mientras nos alineábamos, siempre con los pantalones remangados, como en el ejército.
-Voy a pasar lista. Si yo me entero que alguien estaba y no contestó, lo expulso del Colegio.
   Nadie sabía exactamente qué represalias se iban a tomar contra nosotros, pero flotaba en el aire la amenaza de hacernos perder la condición de alumnos regulares, justo ahora, a una semana de terminar las clases. Makius comenzó a llamarnos uno por uno, en medio de una tensión como no se había vivido en mis cinco años de Colegio.
   Al llegar a mi apellido se trabó –cosa previsible- y soltó una barbaridad:
-¡Karambolus!
   El Colegio entero se desternilló de risa, aliviado de tanto miedo: todavía me di el lujo de corregirlo con soltura:
-Se pronuncia Jaralambus, celador.
   La fonética no era el fuerte de Makius, así que optó por ignorar mi observación y seguir llamando lista. Cuando hubo terminado, nos lanzó una amenaza a los de quinto: 
-Vamos a ver si alguno de ustedes sale de acá con el título de bachiller.
   Quedamos deliberando, mientras los demás años volvían a clase. ¿Qué hacer? Los profesores no venían a nuestra aula, siguiendo una orden superior. Nos estaban proscribiendo... Las cuatro divisiones de quinto tarde intercambiamos mensajeros e ideas; por fin, se decidió doblar la apuesta: ¡tomaríamos el Colegio!
   No íbamos a aceptar mansamente el castigo; era mejor jugarse el todo por el todo, y exigir nuestra confirmación como alumnos regulares al nuevo rector.
   Yo estuve de acuerdo, aunque no sabía exactamente cómo se toma un colegio; sin embargo, los compañeros más politizados sabían cómo hacerlo, y procedieron a organizarnos.
   Acordamos formar un “grupo de choque” compuesto por quienes teníamos reputación de ser más pegadores en el fútbol: aquí entraba el Lumpen entero, junto con malevos de otras divisiones.
   Este “grupo de choque” permanecería en el Colegio después de hora, mientras el resto de los compañeros iba a sus casas a buscar mantas de dormir, termos con café o mate y comida. A las nueve volverían todos ellos a pasar la noche en el Colegio, haciéndonos el relevo.
   Nuestra tarea consistía en aguantar el desalojo esas tres o cuatro horas de transición, y abrirles la puerta cuando volvieran. ¡Sobre todo impedir que cerraran la reja!

   17:30 horas. Ha terminado el horario de clase, los años inferiores evacuan el Colegio. Los compañeros y compañeras de promoción también se van, y sólo quedamos los del “grupo de choque”.
   Para calmar los nervios, o por una fatalidad de acción, decidimos jugar al fútbol en el patio. Además, somos los mismos que nos vemos los domingos en el campo de deportes, ya están los equipos formados.
   No pasan ni cinco minutos, y asoma la figura fornida de Makius en el patio. Su tono es sereno, y un poco sobrador:
-Lamento interrumpirles su último partido en el Colegio, pero es hora que se vayan a casita.
-Correte, tarado ¿no ves que estamos jugando?
   Nelson es quien así ha respondido, declarando de hecho la guerra. Termina mal su jugada y encara al jefe de celadores, completando el cumplido:
-¿O querés que te rompa la cara?
   Todos nos hemos parado, mirándolo de mal modo: algunos avanzan hacia Makius, quien se ha puesto lívido, pero no se anima a responder el insulto en inferioridad numérica. De pronto el Colegio ha quedado fuera de la ley; de “su” ley.
-Ustedes no saben lo que hacen...
   Media vuelta, y se vuelve a Rectoría. Nosotros seguimos jugando como si tal cosa, Nelson es el héroe del momento. Por lo menos evitó tener que explicar a tan odioso personaje nuestras intenciones.
   Al rato llega un patrullero al Colegio: sentimos la sirena. Nosotros seguimos jugando, el fútbol nos hace invulnerables. Makius reaparece acompañado por cinco policías, se dirigen directamente hacia Nelson.
-Vos, pibe, acompañanos. Los demás se van a su casa.
   Quien habla es un policía canoso, presumiblemente el comisario de la seccional que corresponde al Colegio. Mauro le ha respondido:
-No nos vamos, estamos tomando el Colegio. 
-Vos quedás detenido también. ¿Alguno más?
   Todos levantamos la mano, somos treinta. Juan Carlos encuentra la actitud salvadora:
-Nos van a tener que llevar arrastrando, porque no pensamos movernos.
   Somos demasiados para tan pocos policías, y el Colegio tiene muchos escalones a la entrada: no pueden sacarnos a todos. El comisario conversa con Makius, finalmente busca una salida airosa:
-Estos dos vienen con nosotros, los demás no crean que se la salvan, ya nos vamos a ver las caras de nuevo.
   Salen llevándose a Nelson y a Mauro, los demás permanecemos sentados en el suelo, dueños del patio. Nuestro nuevo líder es Juan Carlos, el “grupo de choque” pasó la prueba de fuego policial gracias a su astucia.
-¡Bien, Juanca, te pasaste!
-Tendrían que venir unos veinte o treinta policías para llevarnos arrastrando a todos.
-Normalmente una comisaría no dispone de tantos agentes ociosos. Se turnan ¿sabés? Para las rondas y todo eso.
-Llamarán al comando radioeléctrico para pedir refuerzos, eso nos da tiempo hasta que lleguen los compañeros.
-Y entonces se les complica el desalojo.

   19 horas. Juan Carlos y yo nos ocultamos tras una columna y espiamos al portero. Es un gallego antipático que nunca saluda, sólo sabe prohibir el paso a propios y extraños, según la ocasión. No se mueve de su puesto junto a la puerta, allí su insignificante persona cobra poder. “Juanca” se dirige hacia él, mientras yo permanezco emboscado tras la columna.
   Le explica al portero que hubo un accidente, hay un vidrio roto y un compañero lastimado... el gallego le indica la puerta de la Rectoría, pero mi compañero no da el brazo a torcer. Sin duda le está explicando que no tiene permiso de entrar a Rectoría por rebelde, es él quien tiene que ir, el portero.
   De mala gana lo veo levantarse y preceder a mi compañero camino a la oficina del rector. Yo aprovecho a salir de mi escondite y llegarme hasta el pequeño escritorio del portero. Abro los cajones y ahí está, un llavero grande digno de San Pedro, las llaves del Colegio... nunca experimenté un sentimiento de sacrilegio comparable al de tomar esas llaves en mis manos.
    Escurro el bulto a toda prisa y me reúno con el “grupo de choque”: mi trofeo es como un talismán, ahora nos sentimos invencibles.

   21 horas. Desde la ventana de la Biblioteca veo acercarse por Bolívar un grupo nutrido de jóvenes: son los compañeros que regresan al Colegio. Bajamos corriendo la escalinata de mármol, Juan Carlos y yo somos los primeros en llegar al puesto del portero, desde donde se ve el exterior. El grupo de siluetas oscuras se detiene ante la puerta de reja, por un momento creen que hemos fracasado al verla cerrada. Pero enseguida comprueban que está sólo entornada y sin llave; se meten con sigilo, la primera en entrar es una muchacha de campera y jean: Luzbela. Sube la escalinata de entrada y yo la espero con la segunda puerta abierta, haciendo gesto de bienvenida.
  Ella se cuelga de mi cuello, abrazándome con todo el cuerpo y... ¡me besa en la boca!
   Yo me quedo sin habla; he sentido ese talle flexible en mis brazos, y ya no puedo pensar en la revolución, ni en nada. Mi carne entera la reclama, pero sé que su gesto es circunstancial, algo así como un reconocimiento al soldado desconocido.
   Pronto entran todos, y detrás de ellos llega otro grupo más, hay un centenar de estudiantes dentro del Colegio.
   Las autoridades brillan por su ausencia, ni siquiera el portero está visible: sin su talismán no es nadie, y él lo sabe. Los compañeros nos ofrecen mate y facturas, yo acepto aunque el mate no me gusta, estoy muerto de hambre.
   Juan Carlos relata a los demás los hechos protagonizados por el “grupo de choque”, la detención de Nelson y Mauro, yo corono el relato mostrando triunfalmente las llaves robadas. Acordamos mantener cerrada la puerta de reja durante la noche, para evitar un asalto por sorpresa de la policía: oficialmente soy nombrado “San Pedro”.

   22 horas. Salgo un momento a telefonear a mis padres desde el Querandí.
-Hola ¿pa? Soy Demetrio.
-Sí ¿qué hace usted?
-Estoy en el Colegio, me voy a quedar acá a pasar la noche.
-¿No viene a casa?
-No, es que estamos con todos los compañeros tomando el Colegio.
-¿Pero está loco?
-No, es muy largo de contar... si volvemos a casa nos echan del Colegio.
-¡Βρε κερατά νομίζεις πως θα κάνεις οτι θέλεις...!
-...(clic)

   23 horas. Los compañeros tienden mantas y bolsas de dormir en el suelo, la noche se presenta larga e incómoda. Yo no tengo nada, podría irme a casa, pero un vago sentimiento de responsabilidad me ordena quedarme.
   Quizás haber visto a Luzbela tan desvalida en su bolsa de dormir ha reforzado mi decisión... Juan Carlos y yo no tenemos sueño, emprendemos un periplo noctámbulo por los claustros vacíos.
   Nuestros pasos resuenan solemnes y graves en ese ámbito austero donde transcurrió la adolescencia, no cruzamos palabra, ensimismado cada uno en sus pensamientos.
   Sin darnos cuenta hemos llegado al tercer piso, ante nosotros una corta escalera muere en una puerta cerrada.
-Griego ¿tenés las llaves?
-Sí ¿para qué?
-Esa puerta es la del Observatorio. Nunca entramos ahí.
   Pruebo llaves hasta que una gira en la cerradura: entramos a un recinto pequeño y tenebroso, palpando las paredes compruebo que son curvas.
-Cuidado, no te la vayas a dar con el telescopio.
   De pronto oigo un estruendo y el techo se abre: Juan Carlos ha encontrado la corredera en lo alto, y ahora vemos las estrellas a través de una ranura rectangular.
   Mi compañero apunta hacia allí el telescopio, al tiempo que manipula unas ruedas en su base.
-Che, ¿vos sabés manejar eso?
-Claro, soy astrónomo aficionado.
-Ah... nunca entendí porqué no tuvimos Astronomía.
-No habrán querido traernos a estudiar de noche... mirá, ahí enfoqué la nebulosa de Orión.
-A ver... ¿es esa nube pálida?
-Sí.
-Parece un velo...
-Ahora voy a ubicar las Pléyades: fijate bien, con este control se ajusta el enfoque.
-¿Y eso giratorio para qué sirve?
-Cuando ubicás una estrella, al minuto se corre, por la rotación terrestre. El telescopio está regulado para seguir el movimiento aparente del cielo, así uno no debe corregir la dirección.
   La noche es despejada, una brisa suave anuncia la llegada del verano. Pronto seremos bachilleres, otra promoción ocupará las aulas, y nuestras voces serán sólo un eco más resonando entre estos muros severos.
-Se termina el Colegio, nomás.
-Así dicen.
-A mí los cinco años se me pasaron volando.
-Para mí, en cambio, fueron eternos.
-¿Viste que cuando uno está feliz el tiempo pasa rápido?
-Yo por eso prefiero sufrir, es la mejor manera de alargar la vida.
-Sos todo un filósofo.
-Ahí emboqué las Pléyades...
-Dejame ver... ¡son un montón!
-Es una nube de estrellas jóvenes, por eso son tan azules.
-Yo nunca entendí porqué la mitología menciona siete estrellas, si a simple vista sólo se ven seis.
-Tal vez hace miles de años hubo una nova...
-Lo mismo con los siete colores del arco iris, sólo se ven seis.
-Claro, tres primarios y tres secundarios.
-Los creadores de mitos eran unos pajeros, ésa es la explicación.
-Correte que voy a enfocar a Júpiter...
   Siguiendo las indicaciones de Juan Carlos desplazo las correderas del techo para hacer visible otro sector del cielo donde brilla azul el planeta de la abundancia: el telescopio gira hacia él como un cañón antiaéreo.
-¿Sabés en qué estaba pensando?... cuántas cosas han quedado sin decir entre los compañeros, y que nunca se dirán.
-¿Como cuáles?
-No tiene importancia... a fin de cuentas, lo que se calla determina actitudes, y éstas hablan por sí solas.
-Andás muy misterioso...
-Así quedé después de leer el Kybalion.
-Ahora encontré el enfoque justo... vení a contemplar a Zeus.
-Vaya... se ven las franjas atmosféricas, como en las fotos de la NASA.
-¿Ves esos puntos luminosos cerca?
-Sí, hay cuatro.
-Son las lunas principales de Júpiter. Así las vio por primera vez Galileo.
-Ya en la Antigüedad las habían descubierto los griegos: la fábula de Ganímedes transformado en copero de Zeus se refiere a un satélite del planeta.
-Griego habías de ser para decir eso...
-Mirá, los helenos tenían espejos, eso está en la fábula de Perseo y la Gorgona. Y Arquímedes diseñó una lente gigante para quemar naves enemigas concentrando los rayos del sol. Sólo era cuestión de combinar los dos principios para construir un telescopio.
-Me gusta, adhiero a la moción.
-No podés dejar el lenguaje político...
-No ¿porqué debía dejarlo?
-Porque la política divide a la gente.
-Depende, también la une bajo una misma bandera.
-Sí, pero siempre quedan algunos afuera.
-¿Como vos?
-Como yo, por ejemplo.
-Vos sos impermeable al medio, por eso te aíslan. La mayoría de nosotros está comprometida con un cambio social, luchamos junto al pueblo.
-¿Y si los pobres fuesen felices en su condición?
-¿Cómo?
-Eso: yo me crié en la Boca, en medio de conventillos habitados por gente muy pobre.
Había que verlos en carnaval, cómo se divertían echándose agua con los baldes... si a esos pobres uno los viste de gala y los pone a conversar en voz baja en medio de un salón, se mueren de aburrimiento.
-La cosa no pasa por ahí, vos siempre le buscás la quinta pata al gato...
-Yo no la busco, la encuentro: es la cola del gato.
-Sos imposible... ¿vos pensás ser abogado, no?
-Sí.
-Se nota.
   Volvemos a cerrar el techo del Observatorio y bajamos al claustro principal.
   Es pasada la medianoche, todos duermen a pierna suelta. Entramos a un aula sin luz, y nos acomodamos cada cual en un pupitre: un profesor fantasmal dicta una clase muy, muy aburrida, yo intento seguir sus lecciones pero me es imposible prestar atenzzzzzzzz... 

-¿Llego tarde?
-No, todavía no empezó la conferencia.
-Menos mal. Me agarró un piquete en la 9 de julio...
-Para variar.
-Exacto. ¿Vos cómo andás?
-Bien, Alberto. Sabés que terminé la novela.
-¿En serio? Me ganaste de mano... a mí me falta el último capítulo.
-Entonces no te cuento el final... mejor quedate con la intriga.
-¿Te gustó?
-A mí sí, es una novela rara... imprevisible.
-Es que la realidad es imprevisible, Oscar.
-Justamente: los dos protagonistas comparten una inspiración, un mismo tema perverso los obsesiona.
-Digámoslo en términos platónicos: una idea erótica encarna en dos adolescentes al mismo tiempo; cada uno vive una experiencia distinta según su sexo y su talento para realizarla.
-De algún modo es inevitable que sus destinos se crucen.
-Claro, porque tienen una misión en común.
-No hables por favor como Redfield o Deepak Chopra.
-Ellos no inventaron esos juegos del destino, son viejos como la humanidad. Pero sus ejemplos son sosos como un queso sin sal.
-La misión a cumplir por un alma en la tierra no necesariamente es altruista: la de los protagonistas por cierto no lo es.
-Su única misión es arder en un fuego secreto como meteoros que cruzan la noche.
-Tal vez para que alguien señale a lo lejos una estrella fugaz.
-Estamos profundos hoy.
-Será porque venimos dispuestos a oír una charla profunda.
-Y la conferencia que no empieza.
-No te preocupes. Si el disertante no llega, la damos nosotros.
-¿Con tema...?
-Un amor verde.








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