Recuerdos inducidos



-El paciente no recuerda nada.
-¿Probaron con dopamina?
-Sí. Lo inyectamos, y nada.
-¿Colanina?
-También.
-¿Electroshock?
-Ya le dimos tres. Nada.
-Entonces es grave.
   Oigo todo esto con ojos cerrados: los médicos se van. Me duermo. Al despertar, lo primero que veo es una cara cubierta con barbijo que me observa atentamente. Otra más se asoma, y unas manos me acercan algo: huele a barro cocido, es un ladrillo viejo, como de casa colonial. O de bodega...
-Che, ¿acá estamos abajo de la Recova?
-No, la Recova estaba al otro lado del Cabildo.
-Yo me perdí. ¿Qué tal si volvemos?
-No seas gallina, griego. Por acá dijeron que andaba el Feto Peludo...
-¿Quién lo vio?
-El Marqués.
-Mejor rajemos.
-Esperá, este túnel debe llegar a la Casa de Gobierno.
-¿Al fuerte?
-Claro, eso nos contó Cao. Abajo de la Casa Rosada está el antiguo fuerte de la colonia. Por ahí escapó Perón cuando la Revolución Libertadora. Se embarcó en una lancha hasta el Paraguay.
-Dicen que anduvo con diarrea todo el viaje...
-P..., se me apagó la vela.
-Oigo algo.
-No quiere prender el fósforo...
-¿Oís?
-¿Qué cosa?
-No sé. Algo... como pasos chapoteantes.
-Bueno, por fin prendió.
-¡Mirá!...¿qué es eso?
-Parece que se termina el túnel.
-Volvimos a la Manzana de las Luces. Esa escalera sube hasta el subsuelo del Colegio.
-Griego, mirá acá.
-No veo nada... ahora sí. Ese piso no tiene comunicación con el subsuelo.
-Debe estar como ocho metros debajo nuestro.
-Y hay una escalera que baja más hondo...

-El tratamiento está dando resultado. El paciente recupera la memoria por momentos, aunque de manera fragmentaria. Venga, enfermera, tráigame esas flores...
   Aroma a manzanilla... estoy en la quinta de Perito. Terminamos de jugar un partido mujeres versus varones, fue divertido... las chicas pegaban patadas a más y mejor, pero ganamos fácil... ahora estamos todos tirados en el pasto, charlando.
   Una chica cuyo nombre no recuerdo, Miriam creo, le ha dado un beso a Mauro... es bonita, de ojos claros y pelo negro. Viéndolos tan a gusto juntos, pienso por primera vez en lo hermoso que ha de ser un amor compartido, no de una sola vía como el mío...
   Amar y ser amado, esa es la dicha perfecta, y yo no la poseo. Pero una esperanza o un presentimiento me dice que un día ha de llegar... como el plenilunio cada mes, como el sol cada mañana, infalible ha de llegar un día...

-Alcance ese paquete, por favor... el grande no, el chiquito. Ése... ábralo. Muy bien, ahora acérquelo a la nariz del paciente... más cerca... eso es...
   ¡Pólvora! Olor inconfundible... estoy en el Colegio, nos llevan a un lugar nuevo para nosotros: es el salón de Tiro. En el siglo XIX era materia obligatoria, uno tenía que saber defenderse si lo retaban a duelo. Ahora no hace falta... o eso piensan en Rectoría.
   El Instructor le explica a Luzbela cómo se sostiene un rifle, aprovecha para toquetearla un poco mientras ella se concentra en hacer puntería. Está tan bella en esa actitud predadora, que es imposible más. Ahora baja el rifle, y toma una pistola con ambas manos, como en las películas: le encanta manejar armas, se le nota en la mirada.
   El Instructor nos explica que no vamos a tirar, porque las leyes actuales prohíben la práctica de tiro en las escuelas; sólo tendremos una charla teórica. 
   Mientras él habla, yo tomo el rifle, aprovechando su distracción. Apunto al blanco, alejado unos quince metros, y disparo: todos se sobresaltan y me miran con reprobación, como si hubiese cometido un crimen. El Instructor viene hacia mí rojo de ira y me saca el arma:
-¿Qué hace, está loco?
   No respondo nada, un impulso desconocido ha inspirado mi acción, y yo no sé explicarla mejor que él. Entretanto, alguien acerca el blanco por el carril de alambre, dando vueltas la manivela.
-Mire, Instructor, dio justo en el centro.
   El hombre mira alternativamente al blanco y a mí, sin poder decidir si soy un tirador experto o un peligro social.
-No haga eso otra vez. Podemos terminar los dos presos. ¿Oyó?
-Sí señor, no volverá a ocurrir.
   Todos terminan riéndose, lo mío fue apenas una travesura. Pero ¿porqué Luzbela se ha puesto tan pálida?

-El progreso del paciente es notable, gracias al tratamiento aromático. Le he permitido salir al parque para continuar su rehabilitación con impresiones visuales. Ahí está ahora, ensimismado frente a un cuadro de humus recién removido...
   El sendero de baldosas lleva a la casa, atravesando el baldío que una vez fue jardín. Ahí no vive nadie. El tipo se ha colado saltando el portón, con una piedra ha roto el candado y ahora puede abrir y cerrar el pasador oxidado.
   Los zapatos se le llenan de barro al recorrer sus nuevos dominios, al fondo hay un gallinero abandonado y una cucha vacía. El sujeto carga contra la puerta de la casa, se ve que es precaria pero resiste dos embestidas: a la tercera se abre y revela un interior pobretón con piso de madera. Las paredes no son otra cosa que placas finas de machimbre, apenas sirven para atajar el frío. El individuo estudia el espacio con detenimiento, trazando quién sabe qué planes en su cabeza. Sale de nuevo hacia el fondo y palpa el suelo blando del gallinero: ha tomado una decisión.
   Ahora sale al portón y se queda observando la calle: hay poco movimiento, es un suburbio alejado de la capital. Cae la tarde y el sujeto permanece en su puesto como un centinela, vigilando a los escasos transeúntes que aciertan a pasar frente a él. Aburrido por la espera, sale a caminar un momento, rodeando la manzana. Únicamente su calle tiene asfalto, las demás son de tierra, flanqueadas por terrenos poblados de árboles silvestres, y alguna que otra casa aislada. Al retomar su calle ve venir una muchacha de jean ajustado y desgarrado en partes para mostrar la piel.
   Ambos se aproximan, el tipo busca su mirada pero ella mantiene los ojos bajos. Claro, piensa él, si estuviéramos en una calle concurrida me mirarías a los ojos, insolente y segura, pero acá la cosa cambia, ¿no, muñeca?
   Él se detiene; la muchacha pasa sin levantar la mirada, para no provocarlo, pero un tajo exhibicionista en su jean descubre la nalga.
   El tipo ha calculado todo de antemano: la atrapa por la cintura, tapándole la boca con la otra mano, y la lleva hacia el portón entornado. Ella resiste, pero cuando se quiere dar cuenta ya está siendo desnudada de sus ropas en el gallinero del fondo.
   Cada vez se pone más oscuro, los bichos canasto tiemblan con los movimientos del árbol sacudido por dos cuerpos en lucha junto a su tronco delgado. Al tipo no lo ablandan las súplicas de la muchacha: le escupe su veneno adentro y que se la aguante.
   Sin una palabra, se viste y se va: nadie volverá a verlo por ese suburbio. Camina hasta la estación y se toma el tren. Durante el viaje está relajado y calmo como una paloma, no hay asomo de culpa en su mirada. ¿Y si la culpa fuese sólo el veneno que se nos pudre adentro? Tal parece decir su expresión beatífica. 
   El tipo está loco: ha decidido tomar por la fuerza aquello que la sociedad ofrece pero no da. Alguna vez, en algún espejo, he visto esa cara.

  Releo el episodio anterior y no encuentro una pizca de verdad en lo narrado. Sin duda se trata de un falso recuerdo, provocado por el tratamiento a que estoy sometido. Lo importante es que mi memoria regrese completa, y ya sabré yo discernir los recuerdos auténticos de los falsos. Estos últimos los tenemos todos, según explica el psicoanálisis. Y hay quien se cree asesino o violador sin serlo, tal vez algo en mi psique provoque estas fantasías, un sentimiento de culpa que no logro erradicar. Pero yo no soy un criminal…

-Venga a ver, doctor, qué divertido. Su paciente juega a pasar agua de un vaso a otro…
   La casa del Marqués en el Delta… es de noche, hemos venido ocho a pasar la Semana Santa. Afuera, todo es negrura y soledad, murmullos del río deslizándose como una serpiente entre las frondas. Adentro nos iluminamos con velas, no hay electricidad. Mientras cocinamos en el horno a leña, el gordo Soto se ha dormido. Sabia decisión, en apariencia, pero después de la cena, todos nos congregamos alrededor de su sueño, como un aquelarre. Juan Carlos propone sugestionarlo para que se orine encima. ¿Cómo? Pasando agua de un vaso a otro cerca de su oído. El sonido requerirá una elaboración onírica, y ésta no podrá ser otra que la imagen de una orina placentera, casi orgásmica. Mauro apunta que el soñante bebió en demasía antes de dormir, ergo la interpretación subconsciente tomará sin duda la dirección deseada por el sugestionador.
   El Marqués trae dos vasos llenos de agua, y Juan Carlos se queda mirándolo impávido: Esteban comprende, y vuelve con uno de los vasos vacío. Ahora sí, el Sugestionador procede a operar la Sugestión. El agua corre con un sonido prometedor, pero el Durmiente no se inmuta. El Sugestionador acerca más los vasos, el acto llega a su clímax: el agua se derrama sobre la cara de Soto, quien despierta furioso. 
   Nos dispersamos entre risas, pero al irnos a dormir tememos la represalia del gordo, quien indudablemente despertará más temprano por la mañana. Decidimos atrincherarnos en una habitación que llenamos con camas de pared a pared, obstruyendo las puertas. Allí nos acostamos los siete, pero la situación es tan ridícula que no podemos parar de reír durante seis horas, antes de hundirnos en el sueño.
   Al otro día encontramos a Soto desayunando tranquilamente, sin recordar la noche anterior. Salimos en el bote de Esteban a recorrer las islas, estamos más allá del Paraná de las Palmas. Entrando por un riacho, encontramos una plantación de pomelos. Bajamos para recoger algunos, pero “algunos” es un término muy vago, para el caso significa llenar de pomelos el bote entero de seis metros. Apenas hay lugar para nosotros, huimos a todo remo antes que alguien note el desmán.
   Una vez de regreso de nuestra excursión, se plantea un dilema moral. ¿Qué hacer con tantos pomelos? Comerlos, imposible. Hay quien plantea devolverlos, pero es desestimado sin audiencia. Incluso el proponente es agredido con un pomelo, para rubricar el rechazo. Entonces se me ocurre la idea: ¡libraremos una guerra de pomelazos! La moción es aprobada por unanimidad. La casa de Esteban está rodeada por varias construcciones en ruinas, cada bando elegirá una de ellas como cuartel general. El juego consiste en tomar el cuartel enemigo, resistiendo la andanada de pomelazos de los defensores.
   Alguien -¿el Negro Zuleta, Groisman?- advierte que el juego es peligroso, pero la inconciencia general triunfa sobre la razón. ¡No nos arruinen la fiesta, there will be a lot of fun! Esa tarde la pasamos distribuyendo equitativamente los pomelos –son cientos- y acondicionando los cuarteles para la guerra nocturna. Porque claro, un pomelo de medio kilo lanzado en la oscuridad contra el rostro de un compañero no puede hacer daño…
   Llega la noche, y todos nos perdemos por ahí en busca de acción, cargados con bolsas o mochilas llenas de pomelos. Bombardeo sombras, nadie se expone abiertamente. El instinto de supervivencia hace de las suyas. Tras un matorral sombrío me encuentro con Nelson, agazapado.
-¿Qué hacés acá?
-Acabo de ver pasar a Juan Carlos, Mauro y el Negro para nuestro cuartel.
-No hay que dejarlos entrar. ¡Volvamos!
   Corremos junto al arroyo y llegamos a la ruina de dos plantas cuyo segundo piso hemos adoptado como cuartel general. Allí están Soto y Esteban, nos reunimos con ellos y juntos esperamos el asalto final, dispuestos a defender la posición a cualquier costo. Detesto admitirlo, pero he perdido la noción del juego, las palmas de mis manos sudan aferradas al pomelo.
   Entre la casa y el arroyo distingo al Negro Zuleta perambulans in tenebris… Otra sombra cruza, y de pronto el asalto es una realidad. Mauro, el Negro y Juan Carlos suben por la escalera, desdeñando nuestro poder de fuego. En ese momento veo un bulto amorfo bajo la ventana, a un metro escaso de mí. ¡Es Carlos Groisman, trepando como un ladrón hacia nuestro refugio! Lleva puesta una gorra enorme, al instante descargo sobre él una lluvia de pomelazos, por suerte sin puntería. Carlos se apresura a bajar los ocho metros que lo separan del suelo, y huye aterrado. Entretanto, el grueso de los asaltantes es recibido por una catarata de pomelos que mis compañeros hacen rodar por la escalera, y debe batirse en fuga.
   Aunque las acciones siguientes fueron confusas, la guerra de los pomelazos arrojó como perdedor al aburrimiento, y como vencedor claro al descontrol.
  
-Sabe doctor, el interno que sufre de amnesia ha venido a la despensa del hospital a pedir café, y luego cuando se lo traje se quedó un buen rato con la mirada perdida, sin escucharme. A mí me parece que ese paciente suyo no está nada bien.
-Al contrario, va recuperando la memoria. Cuando se queda así, con la mirada fija, es porque está recordando una vivencia olvidada hace mucho tiempo. Quizá algo relacionado con su infancia...
   El almacén de papá está cerrado, es la hora de la siesta. Mientras todos duermen yo juego al escondite con mi amiga, la que no se deja ver si no es con el rabillo del ojo.
   Rodeo una pila de cajas y miro al sesgo, porque de frente sé que no la veré: ella sí sabe esconderse.
   No está aquí, ni tampoco tras los tanques de kerosén.
   Entro a la bodega oscura y permanezco quieto: he sentido unos pasos furtivos. No muevo la cabeza, en los límites de mi visión distingo hacia un lado barriles de vino, hacia el otro botellas acostadas... y ahí está ella, una sombra entre las sombras...
-¡Piedra libre en ese rincón!...
   Señalo a mi izquierda, y corro a tocar la columna donde estuve contando. Ahora quisiera jugar al revés, ser yo el que se esconde, pero ella nunca quiere buscar, sólo sabe ocultarse.
   Me gustaría verle la cara aunque fuese sólo una vez. Seguro ha de ser linda como un hada, con solo girar su anillo se hace invisible...

-Vea doctor, yo no sé qué mejoría notará usted, pero ahora el paciente se quedó varios minutos mirando fijo la escupidera.
-Pues algún recuerdo le habrá traído...
   El viejo está siempre ahí al lado, sentado en el escalón de la puerta: infaltable junto a él su escupidera verde pálido. Todo lo que hace es mirar la calle y escupir de vez en cuando.
   Haga frío o calor, su atuendo no cambia: sobretodo oscuro, sombrero de fieltro, zapatos negros. A veces huele mal, y tenemos que suspender nuestros juegos en la vereda, o irnos doblando la esquina.
   Su figura es tan familiar para nosotros como el árbol en cuyo cantero jugamos a la bolita o la camioneta descompuesta estacionada junto al cordón, cuyo tanque de nafta llenamos con piedritas y ramas menudas, y hasta con un sapo muerto.
   Un día, sin embargo, el viejo no está más. De momento nadie sabe explicarlo, pero con el tiempo una versión gana cuerpo: el viejo pasó cuarenta días sin comer, entonces, en la desesperación del hambre, se tragó la lengua y murió ahogado.
   Miraba yo el umbral vacío y tragaba saliva, sintiendo que mi propia lengua me ahogaba; mucho tiempo duró el terror, hasta que la figura del viejo se hundió en el abismo del olvido.

-Doctor, venga enseguida. Su paciente tiene taquicardia y no se despierta.
   El dormitorio está a oscuras, excepto un candil que alumbra imágenes santas: la crucifixión confusa tras un vidrio y, en otro cuadro, tallado al relieve, Dios con el corazón sangrando.
    La cama de papá y mamá está vacía, yo debo dormir antes que ellos se acuesten.
   Cuando empiezo a hundirme en el sueño, una sensación como de golpes me angustia: resuenan en mi ser como un latido ominoso, de una cualidad moral inexplicable.
   Son suaves al principio, después más violentos, aumentando cada vez hasta alcanzar un clímax brutal que amenaza desintegrar mi conciencia...

-¡Despierte, vamos, despierte!
-¿Eh?
-¡Eso es! ¡Hable!
-¿Qué pasa?
-Parece que se hundió en sus recuerdos hasta un punto peligroso...
-Puede ser.
-Vamos a suspender el tratamiento, para evitar que usted sufra un atavismo.
-No se preocupe, doctor. Ya recuerdo todo.
-¿De veras?
   Me siento en la cama, aún cubierto por un sudor frío.
-Sí. Regresé al principio, y ahora poseo otra vez la secuencia entera de mi vida.
-Encantado de oírle, mi amigo. Esta tarde haremos unas pruebas de memoria, para confirmar su recuperación. Si está todo bien, mañana se va de alta.
-¡Excelente! Así podré terminar de contar la historia que empecé.
-¿Cuál historia?
-Una de adolescencia... no tiene importancia.
-Pues le deseo suerte, escribir un relato ayudará a afianzar su memoria de ese período.
-No se preocupe, doc. Esas cosas no se olvidan...







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